Es un tema recurrente discutir si en las hermandades debe primar la religiosidad popular, dirigida principalmente al corazón, o hay que ceder la dirección a la inteligencia, a los aspectos doctrinales, para no caer en puro sentimentalismo sin fundamentación.
Querría terciar en esa discusión desde la experiencia, a partir de dos anécdotas reales sacadas del día a día de las hermandades.
Un hombre, de unos treinta años, acompañado por su mujer y dos niñas pequeñas, se presentó en la hermandad a contar su historia: en su infancia él había sido hermano, su padre, también hermano, lo había inscrito al nacer. La vida lo había llevado por caminos complicados de delincuencia y drogas. Poco a poco se fue hundiendo. Había tocado fondo. Se acercó entonces cuando se acercó a la hermandad de sus primeros años, como último recurso, para pedir ayuda. El responsable de caridad que lo atendió le escuchó con todo el cariño de que fue capaz, sin reproches ni sermones, le pidió una determinada documentación y le aseguró la ayuda que necesitaba. Quedaron emplazados para la semana siguiente.
El día que habían quedado no apareció. Dos días después llegó la mujer sola, con las dos hijas:
-Mi marido falleció de un infarto el mismo día que habíamos quedado; pero quiero decirle que los seis días que han pasado desde que estuvimos aquí han sido los más felices de su vida. Por vez primera en muchos años se sintió querido y me repetía: “A pesar de todo la Virgen no se ha cansado de esperarme”.
Una historia real que toca el corazón y sentimiento; pero también hay alguna que va a la cabeza y la inteligencia.
En la hermandad hay un grupo de voluntarios que visita y acompaña a hermanos ancianos y solos. Uno de esos voluntarios me contaba su experiencia tras una de estas visitas.
-No sé cómo explicarte, su vida parece rutinaria y solitaria, pero ha aprendido a vivir para adentro. Siempre cerca tiene una vieja estampa de nuestros Titulares. Le llevé la que repartieron en la última Función Principal, pero prefiere la de siempre, gastada a besos. Esa estampa es como un espejo, las arrugas de su cara tienen su réplica en el rostro del Señor, talladas por la misma gubia, y sus ojos conservan la misma intensidad que los de la Virgen.
En las manos lleva siempre un rosario con las cuentas desgastadas. Te aseguro que su rezo es pura oración contemplativa que, a ratos, discurre por esa infancia espiritual que algunos llaman Alzheimer. Cualquier día, con la misma discreción de siempre, comenzará a rezar el Rosario y su alma saldrá sin ser notada estando ya su cuerpo sosegado, para entrar en la intimidad de Cristo intercambiando con Él confidencias eternas. Estoy convencido de que es así como llegará al Cielo, con su vieja estampa en la mano como salvoconducto. Pura contemplación.
Dos anécdotas reales como la vida misma y que tienen su precedente en el Evangelio.
Cuenta San Lucas (cfr. 7, 11-17) que en una ocasión, al acercarse Jesús a una ciudad llamada Naím, vio cómo sacaban a enterrar a un muerto, hijo único de su madre, que era viuda, acompañada por mucha gente. Al verla el Señor, tuvo compasión de ella, y le dijo: No llores. Y, acercándose, tocó el féretro y le dijo al joven: ¡Levántate! El muerto se incorporó y Él se lo entregó su madre.
El Señor siente compasión, removido por el dolor de la madre, anticipo del que sufriría la Suya. El milagro desata la emoción de los que la acompañaban, que estallan en una manifestación de devoción popular.
San Juan nos cuenta una situación diferente (Cap. 3): la conversación entre Nicodemo, hombre culto, y el Señor. Podemos imaginar la escena, los dos solos, apenas iluminados por un candil, charlando hasta altas horas de la noche, intercambiando confidencias en voz baja mientras Cristo va abriendo la inteligencia de Nicodemo hasta llevarlo a la Verdad.
Las dos situaciones se refuerzan y complementan. Poner exclusivamente la ética como referencia conduciría a una especie de indiferencia estoica, centrada en el cumplimiento del deber por el propio deber, sin que ningún afecto lo contamine. Por el contrario, dejarse llevar sólo por la emoción conduce a un sentimentalismo pietista, en el que se corre el peligro de que el sentimiento se convierta en criterio de verdad, invadiendo las áreas del entendimiento y la voluntad. La verdad objetiva desaparece al quedar reducida a sentimiento.
Cabeza y corazón complementados en una armonía dinámica, así han de ser las hermandades.
Doctor en Administración de Empresas. Director del Instituto de Investigación Aplicada a la Pyme Hermano Mayor (2017-2020) de la Hermandad de la Soledad de San Lorenzo, en Sevilla. Ha publicado varios libros, monografías y artículos sobre las hermandades.