Hace tres meses finalizaba mi pequeña reflexión “Temor al tumor” desdramatizando la situación en que me encontraba, mitad por miedo a haber sobreactuado y mitad porque todo enfermo atraviesa sucesivas etapas buenas y malas, y en aquel momento debía encontrarme en una de las primeras. El caso es que resulté un certero augur, porque la operación se desarrolló sin complicaciones, atravesé un postoperatorio con más incomodidades que dolores o molestias y, al término del proceso, los médicos me declararon curado, sin más obligación que un mínimo seguimiento cada tantos meses.
Alguna goterilla (en el sentido más literal del término) me ha quedado como recuerdo pero, en fin, sería un ingrato si no estuviese agradecido a todo el colectivo sanitario que me sacó del apuro, al círculo familiar y amistoso que me apoyó sin desmayo y, no en último lugar, a la divina Providencia que en este caso al menos apretó un poquito, pero no ahogó, dándome una prórroga para seguir un rato por aquí abajo dando lata.
Lo cual me recuerda la anécdota que se cuenta de Walter Matthau, uno de mis actores preferidos. Por lo visto padecía del corazón y en mitad de un rodaje sufrió un ataque. Cuando le dieron el alta el equipo de filmación le recibió expectante. Entró con cara desencajada y dijo: “El médico me ha dado tres meses de vida…” Tras comprobar que había logrado el efecto deseado, añadió: “…pero al enterarse de que no tenía dinero para pagarle, me ha otorgado seis meses más”.
En fin, tampoco es un tema como para ponerse a hacer cuchufletas, aunque siempre me ha parecido preferible el humor negro a la tragedia… siempre que no suponga una actitud negacionista ante la catástrofe que, querámoslo o no, es desenlace obligado de toda existencia humana. Para escapar definitivamente a la muerte no existe otra alternativa que la religión, como en el fondo saben bastante bien todos cuantos se empecinan en atacarla (a la religión, se entiende, porque contra la muerte no hay quien pueda).
Y con razón, porque a los ateos, agnósticos e indiferentes en general no se les escapa que aquí estamos los creyentes para pelear también por la inmortalidad de ellos, e incluso por su buena muerte, que es lo único de lo que se confiesan preocupados. Sé bien que hay por ahí torquemadas empeñados en aumentar la nómina de condenados al infierno, pero, según mi experiencia de creyente de a pie, si por nosotros fuera, ¡todos derechos al cielo sin angustias ni estertores!
Volvamos sin embargo un momento a mi pasada experiencia y a su desenlace presuntamente feliz. Feliz también por la franca alegría que muchos amigos e incluso simples conocidos han manifestado al comunicarles la buena noticia. Había sido un poco bocazas y puesto en conocimiento de mi “asunto” tal vez a demasiada gente, causando más preocupación de la necesaria. Así que tuve que ser igualmente explícito cuando todo se resolvió favorablemente, penitencia que por otro lado he cumplido con sumo agrado.
Sin embargo, más de una vez he detectado una leve nota de desconfianza en mis interlocutores, un poco como si dijeran para sí: “¿De verdad todo está en orden? ¿No será un falso negativo?” Digo lo de “falso negativo” porque en asuntos relacionados con la salud, lo deseable es que todo resulte negativo, dicho sea con permiso de van Gaal, aquel entrenador holandés del Barcelona que siempre repetía: “Hay que ser positivvvo, nunca negativvvo”.
Como digo, detecté en los más preocupones de mis allegados cierta aprensión: con esto del cáncer, ya se sabe. “Dices que estás muy bien, y ojalá. Pero veremos cómo sigues dentro de seis meses, o un año, o dos…” Hombre, la verdad: todo depende de hasta cuándo se alargue el plazo de carencia, porque ya supongo que, si sobrevivo treinta años, habré cumplido más de cien y, salvo que haya habido unas cuantas revoluciones médicas de por medio, estaré francamente hecho polvo.
Las únicas espadas de Damocles que cuentan son las que amenazan con caerte encima de un momento para otro. Y en eso estamos. Ya confesé en mi anterior escrito que soy tan hipocondríaco como cualquier hijo de vecino. Me he sorprendido a mí mismo alguna noche en que el sueño tarda un poco más de habitual diciéndome: “Bueno, si fuera verdad que me han quitado de raíz el cáncer de próstata, ¿quién me asegura que no estoy incubando otro de colon, pulmón o garganta? Al fin y al cabo, hecho un cesto, hecho ciento.
Tal vez tendría que pedir que me hicieran un chequeo a fondo…” Pero, no, No, NO. Si hay que hacerse resonancias, tacs, colonoscopias o lo que sea, que sea el médico de cabecera quien las pida. No yo. Como dicen los italianos (omitiré la fea palabra): ”Mangiare bene, … forte e non avere paura della morte”. Los españoles somos menos expresionistas y lo enunciamos así: ¡A vivir, que son dos días!
De todos modos y bien meditado, algo se puede sacar en positivo de los falsos negativos. Uno de mis discos favoritos (de cuando teníamos discos) es un recital de arias de Bach y Händel por la gran artista Katheleen Ferrier, muerta de cáncer a los 41 años. Fue su última grabación y me impresionó el testimonio de su productor fonográfico en el reverso de la carátula:
Durante la sesión de la tarde del día 8, se recibió un mensaje telefónico del hospital en el que Katheleen había sido sometida recientemente a un reconocimiento médico. Nunca la vi con más radiante aspecto que cuando, pocos minutos después, volvió al escenario. “Dicen que estoy perfectamente, querido”, dijo con el acento de Lancashire al que tornaba en momentos de gran alegría o humor. A continuación cantó “Fue despreciado” con tal belleza y sencillez que creo que nunca ha sido ni será superada.
El 8 de octubre de 1953, exactamente un año después de su última sesión, murió en el Hospital de University College.
Y ahora viene la pregunta: ¿Se equivocó el médico al hacer el diagnóstico, o engañó piadosamente a la enferma, o sencillamente ésta no se quiso enterar de lo que se le decía? Ahora bien —y pensándolo un poco—, ¿importa mucho saber cuál sea la respuesta correcta? También podría haberla atropellado un autobús al salir del estudio de grabación, o tantas otras posibilidades. Lo que realmente cuenta es que —sabiéndolo o no— se despidió de la vida con una magistral y memorable interpretación de aquella bellísima aria de El Mesías, tal vez el más grandioso oratorio que jamás haya sido compuesto.
Creo que ni yo ni casi nadie conseguiremos escalar una cima de parecida altura por muchos años que vivamos y por mucho que nos esforcemos. Porque lo único indudable es que, corroída como estaba por la enfermedad, Katheleen jamás se sintió tan viva ni tan cerca de la plenitud como durante aquellos pocos minutos, sabiendo cómo sabía que estaba perfectamente y que podía llevar a cabo con toda sencillez y perfección lo que había venido a hacer en este mundo. Así que lo hizo. No pido para mí ni para cualquiera que lea estas líneas mayor gracia. El tiempo es lo de menos.