¡Gracias, maestros!

Desde mi juventud hasta hoy, he seguido creciendo en la fe gracias a la paciencia, al celo apostólico y a la tremenda generosidad de hombres y mujeres, seglares en su mayoría, que han ido regando con mimo aquella semilla que un día plantaron en mi corazón.

17 de mayo de 2021·Tiempo de lectura: 2 minutos
gracias

Foto: Etienne Girardet/Unsplash

Con la carta apostólica en forma de Motu Proprio Antiquo ministerium, el papa ha instituido hace unos días el ministerio de Catequista. En sus primeras líneas, Francisco recuerda la palabra con la que, desde tiempos apostólicos, se conocía a quienes se encargaban de transmitir el tesoro de la fe, que no es otra que la de “maestros”. 

Desde esta tribuna que se me regala, yo quiero hoy daros las gracias a todos vosotros, mis queridos maestros.

En primer lugar, a mis padres como primeros pedagogos de la fe. A mi madre especialmente, pues fue también mi catequista parroquial de iniciación cristiana. Ella me enseñó a dirigirme a mi Padre en la oración, me presentó a Jesús como un modelo de vida, me explicó cómo dejarme llevar por el Espíritu y me descubrió que “mis mamás son dos” pues en el cielo está “la Virgen que es también mamá de Dios”. No solo cumplieron con su obligación de formarme en la fe, sino que pelearon para que mis hermanos y yo, sobre todo en los años difíciles de la adolescencia, no tomáramos la alternativa fácil de abandonar la formación cristiana.

Recuerdo las pocas ganas con las que iba cada tarde de viernes a la catequesis de perseverancia, mientras mis amigos comenzaban ya el fin de semana y disfrutaban de sus aficiones o de no hacer nada. Pero no había opción. Mis padres soportaron mis rabietas mostrándome así lo que luego comprendí que es fundamental en la vida de una persona: que en Dios vivimos, nos movemos y existimos; y que vivir ignorando esto, merma la capacidad de un joven de entenderse a sí mismo, de entender el mundo, de construirse como persona, de ser un adulto feliz, en definitiva.

Desde mi juventud hasta hoy, he seguido creciendo en la fe gracias a la paciencia, al celo apostólico y a la tremenda generosidad de hombres y mujeres, seglares en su mayoría, que han ido regando con mimo aquella semilla que un día plantaron en mi corazón. Mis catequistas, como primorosos jardineros, me cuidaron desde que era un plantón, y me fueron cambiando de tiesto con delicadeza conforme iba necesitando más espacio hasta asegurarse de que mis raíces se habían agarrado bien a la roca. A veces, tuvieron que podar alguna rama torcida, echar un poco más de abono en épocas de sequía y escrutar bien mis frutos por si había empezado a aparecer algún pulgón o enfermedad. Con amor, dedicando mucho, mucho tiempo a formarse, a preparar bien las catequesis; dejaron y siguen dejando atrás su comodidad, su tiempo de estar en familia, sus fines de semana y el pudor de exponerse ante completos desconocidos.

Gracias, maestros, porque, aunque algunos piensen que es de locos hablar a las plantas, de vuestra boca surgieron palabras de vida eterna que lograron que este y otros muchos palos secos, dieran fruto: unos ciento, otros sesenta, algunos treinta.

Sé que no os gustan los agradecimientos, pues os reconocéis meros instrumentos en manos de Dios; pero si os pido que os acordéis, a vuestra vez, de quienes os catequizaron, seguro que os uniréis conmigo a esta gran acción de gracias a Dios por cada eslabón de esa cadena milenaria de amor y fe de la que formáis parte.

¡Gracias maestros!

El autorAntonio Moreno

Periodista. Licenciado en Ciencias de la Comunicación y Bachiller en Ciencias Religiosas. Trabaja en la Delegación diocesana de Medios de Comunicación de Málaga. Sus numerosos "hilos" en Twitter sobre la fe y la vida cotidiana tienen una gran popularidad.

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