El 11 de febrero del 2013 me encontraba en la Sala de Prensa del Vaticano, en espera de conocer la fecha de la canonización de la madre María Lupita García Zavala, que el Papa Benedicto tenía que anunciar en el curso de un Consistorio, cuando me di cuenta de que algo extraño estaba sucediendo. Ante cardenales atónitos, el Papa estaba anunciado su renuncia. Minutos más tarde me encontré transmitiendo en vivo esa noticia, que indudablemente marcaría un antes y un después en la vida de la Iglesia y del papado.
Volviendo atrás con la memoria a ese día, me doy cuenta que mi primera reacción no fue de incredulidad. Me sorprendió el momento del anuncio, pero no su contenido, porque el mismo Benedicto XVI en el libro La luz del mundo nos había preparado a ese desenlace.
Mi reacción fue de falta de comprensión del gesto. Había vivido los 26 años y medio del pontificado de Juan Pablo II, había sido testigo de su Vía Crucis en vida en los últimos años, de su decisión de pedir en el 2.000 la opinión de un consejo de cardenales sobre una posible renuncia, de la opinión negativa de éstos tras haber estudiado la situación y, finalmente, de su propia decisión de seguir el ejemplo de Jesús y, como solía decir, de “no bajarse de la cruz”. “Dios me ha puesto aquí” –nos comentó en una ocasión el papa polaco–, “Dios me quitará cuando Él lo decida”.
Este testimonio de fe y fortaleza, fruto de un profundo misticismo, me impidió valorar, al principio, la grandeza y la humildad del gesto de Benedicto XVI. “Está mucho mejor de lo que estaba Juan Pablo II a su edad, ¿por qué abandona el barco?”, me preguntaba, sin hallar una respuesta. A cinco años de distancia, con la mayor humildad posible, confieso que me equivocaba. Estos dos grandes Papas tomaron ambos su decisión por amor a la Iglesia. Fueron dos decisiones ambas valiosas y valientes.
Benedicto XVI había vivido los últimos años de vida de Juan Pablo II, en los que su predecesor no había podido gobernar como lo había hecho antes de que su salud se mermara. Cuando se dio cuenta de que sus fuerzas físicas y espirituales lo abandonaban, entendió que la Iglesia necesitaba un hombre fuerte en el timón y tras una larga reflexión, mucha oración y un extraordinario espíritu de servicio, tomó la decisión de renunciar y abrirle paso al hombre que la Iglesia y el mundo necesitaban. Con su alejamiento de la esfera pública, su total fidelidad al Papa Francisco, su silencio y discreción nos dio las herramientas a los que dudábamos no sólo para entender, sino también para agradecer su gesto.