Permítanme comenzar con una premisa importante, clave para comprender bien la extraordinaria figura del papa Francisco: el Santo Padre entiende su ministerio como un servicio a la unidad y la fraternidad de los hombres, con mucha conciencia. Si el sucesor de Pedro siempre es un signo real y eficaz de comunión para la Iglesia, el Papa actual le ha dado a esta función suya un horizonte misionero vivísimo, ofreciendo la semilla de unidad que es la Iglesia a todos los hombres de cualquier credo o nación.
Visto así, no debe sorprender la relevante dimensión ecuménica del viaje apostólico a Irak que Francisco acaba de culminar. Dejando a un lado otros valores muy relevantes de la visita, como el diálogo interreligioso con el Islam o el consuelo llevado a las comunidades católicas supervivientes a una crisis que dura décadas, el encuentro con el Oriente cristiano ha sido uno de los ejes de este momento histórico.
El Papa teoriza poco a la hora de abrazar a cristianos de otras Iglesias y comunidades. Ejerce más bien un ecumenismo que podríamos llamar ‘de peregrino’. Él se pone en camino, y caminando encuentra gente, creyentes y no creyentes, y reconoce en estas coincidencias una llamada a abrirse, a darse y a unirse. Esta es la perspectiva en la que se ha realizado toda la visita, como el mismo Santo Padre nos explicaba en la explanada de Ur de los Caldeos, el hogar del gran patriarca Abrahán, que se ha convertido en un patrón de facto de este viaje. Allí recordaba la llamada de Dios para salir de su tierra, ponerse en camino y ser padre de tantos creyentes como estrellas hay en el firmamento. Allí nos ofrecía la peregrinación de Abrahán como el gran símbolo de la Iglesia y de la historia de los hombres, de sus anhelos comunes, de su concordia, de sus dificultades.
En la catedral católica de Bagdad, una tierra santa regada por la sangre de tantos mártires, rememorados especialmente con la última persecución atroz del ISIS, el papa Francisco nos ofrecía un bello comentario espiritual de la comunión de los cristianos, a través de la metáfora del tapiz, con un feliz guiño a la cultura persa con la que estaba celebrando: la Iglesia, decía, es como una alfombra, única y hermosa, tejida con tantísimos hilos y tejidos de colores diversos, como variadas son las comunidades cristianas presentes en Oriente, con un patrimonio de espiritualidad, liturgia y formas pastorales que es un tesoro para la Iglesia en todo el mundo. El tejedor, claro, es Dios, con su patrón de urdimbres y tramas, su paciencia hecha de cuidado y detalle, sus remiendos si es que aparecieran rotos y descosidos.
Como ejercicio práctico de este telar, se daba un hito histórico: un Papa celebraba por primera vez en el rito caldeo, propio de la Iglesia iraquí. En efecto, en los siglos XVIII y XIX, algunas comunidades cristianas de Medio Oriente se unieron a la Iglesia católica romana, formando las Iglesias siro-católica y caldea, aún presentes, aunque tan disminuidas hoy en día.
Otro momento ecuménico significativo ha sido el encuentro entre Francisco y el patriarca Mar Gewargis de la Iglesia asiria de Oriente, una cristiandad milenaria, con orígenes apostólicos, de espiritualidad semita, misionera en todas las regiones de la Ruta de la seda, hasta alcanzar la India y China, y también señalada por el martirio sucesivo de los persas, mongoles y turcos. Con esta Iglesia, separada de Roma desde hace siglos, se ha ido dando un acercamiento progresivo desde el pontificado de Juan Pablo II.
Mosul, Qaraqosh, Erbil… los lugares que el Papa ha pisado nos traen primero a la mente, de manera tan espontánea como trágica, las imágenes de batallas, ciudades arrasadas y recuentos de víctimas. Que Francisco haya añadido a este álbum terrible las fotos de la alegría, de los abrazos y de las miradas esperanzadas no es un gesto de caridad pequeño. En medio de esta Cuaresma, Dios ha consolado a su pueblo. En el último acto de la visita apostólica, la Misa celebrada en Erbil, el Santo Padre describía en su homilía como Jesucristo vaticinó, para escándalo de sus contemporáneos, la ruina de los templos, a la vez que prometía su restauración por mano de Dios. Anunciaba así su resurrección, y el gran don de un nuevo Templo, que era Él mismo, donde todos nos reuniremos. La unidad también es un camino hacia la Pascua.
Profesor de Teología en la Universidad San Dámaso. Director del Centro Ecuménico de Madrid y Viceconsiliario del Movimiento de Cursillos de Cristiandad en España.