Nicolás de Cusa nació en la ciudad alemana de Cusa (Kues), nació en 1401 y murió en 1464. Su libro principal y obra maestra es «De docta ignorantia». Según él, hay varios modos de conocer: en primer lugar, por los sentidos, que no nos dan una verdad suficiente, sino solo por medio de imágenes o sensaciones. En segundo lugar, por la razón o entendimiento, que comprende de un modo abstracto y fragmentario esas imágenes o sensaciones en su diversidad. En tercer lugar, por la inteligencia que, ayudada por la gracia sobrenatural, nos lleva a la verdad de Dios. Esta verdad nos hace comprender que el Ser infinito es impenetrable; comprendemos entonces nuestra ignorancia con respecto al Ser infinito; a esto nos conduce la verdadera filosofía, a la «docta ignorantia«, en que consiste el más alto saber.
Amigo del Papa Eugenio IV, el Papa de la unión de los cristianos, fue miembro de la delegación papal que acompañó al emperador Juan VIII y al Patriarca José en su viaje desde Constantinopla a Italia, cuyo resultado fue la vuelta y unión de la Iglesia ortodoxa griega a la Iglesia católica romana.
En ese viaje de regreso de su misión en Constantinopla, en alta mar vivió una experiencia decisiva para su concepción filosófica: cómo el horizonte del mar parece extendido como una línea recta; y, sin embargo, lo que se ve es parte de un círculo con un radio muy grande debido a la forma esférica de la Tierra. Esta experiencia influyó en el contenido de su obra «De docta ignorantia»: sabemos que nuestra finitud nunca puede alcanzar la verdad en toda su plenitud y precisión; y cuanto más conscientes somos de nuestra ignorancia tanto más se convierte en una ignorancia docta, en sabiduría filosófica; esta sabiduría parte de la duda, pero presupone la existencia de la verdad, que solo puede ser fundada en una inteligencia infinita, eterna y creadora.
La unión de las Iglesias fue proclamada el 6-7-1439 en la iglesia de Santa María dei Fiori, de Florencia. Pero esa unión fracasó al poco tiempo. El metropolita Isidoro de Kiev proclamó la unión a su llegada a Moscú, pero pronto fue arrestado por el príncipe Vasili, que prohibió a la iglesia rusa aceptar cualquier unión con los latinos.
En el imperio bizantino, los obispos griegos, al volver de Florencia, hallaron un clima popular adverso; aunque la unión fue promulgada en la catedral de santa Sofía el 12-12-1452, en presencia del emperador Constantino XI, del legado papal y del patriarca bizantino, un violento tumulto se inició por parte del clero y de los monjes que lanzaron el grito, secundado por las masas: «¡Reine sobre Constantinopla el turbante de los turcos antes que la mitra de los latinos!».
Medio año más tarde, ese grito tendría su triste cumplimiento: el 29-5-1453 la capital caía en poder de los turcos, el último emperador del imperio de Oriente moría en la lucha y el imperio bizantino terminaba sus días. En Roma, Isidoro de Kiev, huido de Rusia, y Bessarion de Nicea, convertidos en dos cardenales de la Iglesia universal, fueron durante años como un recuerdo vivo de algo que pudo haber sido, pero no fue porque los hombres no quisieron. Meditando sobre la caída de Constantinopla, Nicolás de Cusa concibió su grandiosa visión de una futura conciliación universal, en su obra «De pace fidei» (Sobre la paz de la fe), finalizada antes del 14-1-1454.
Siguiendo al Papa Pío II hacia la costa adriática, donde iría a reunirse la flota de la cruzada cristiana contra la invasión turca, Nicolás sufrió el último ataque de una enfermedad crónica y murió en Todi (Umbría) el 11-8-1464. Tres días después moriría en Ancona su amigo Eneas Silvio, el Papa Pío II. Los restos de Nicolás de Cusa fueron trasladados a Roma e inhumados en la iglesia titular cardenalicia, San Pedro in Vinculis. Su corazón reposa en Kues (Cusa), a unos 50 km al noreste de Tréveris, en una de sus fundaciones, el hospital de san Nicolás, que alberga desde hace más de cinco siglos a pobres y enfermos y donde se custodian valiosos manuscritos clásicos, patrísticos y medievales que Nicolás había ido reuniendo en sus viajes por Oriente y Occidente.
René Descartes, natural de La Haya (en la Turena, Francia), nació en 1596 y murió en 1650. Se educó en el colegio de los jesuitas en La Fleche. En 1640 va a París y allí siente un total escepticismo. Para ver mundo, abraza la vida militar en Holanda, donde residirá desde el año 1629. A partir de 1649 residirá en Estocolmo invitado por la reina Cristina, en cuya conversión al catolicismo influyeron sus conversaciones con el propio Descartes, que previamente se había convertido.
Piensa que el pensamiento no merece confianza, pues cae con frecuencia en el error. Por otra parte, la matemática y la lógica no son ciencias que sirvan para conocer la realidad. Y no va a admitir en su filosofía ni una sola verdad de la que se pueda dudar. No hay nada cierto, sino yo, y yo no soy más que una cosa que piensa. Esta es la primera verdad indubitable, evidente: el «cogito, ergo sum».
Pero, más adelante, Descartes dice: yo encuentro en mi mente la idea de Dios, de un ente perfectísimo, infinito, omnipotente, que lo sabe todo. Esta idea no puede proceder de la nada, ni tampoco de mí mismo, que soy imperfecto, finito, débil, lleno de ignorancia, porque entonces el efecto sería superior a la causa y esto es imposible. Por consiguiente, la idea de Dios tiene que haber sido puesta en mí por un ente superior que alcance la perfección de esa idea, es decir, por Dios mismo.
Blas Pascal nació en 1623 en Clermont–Ferrand, Francia, en el seno de una familia de juristas y financieros, recibió una educación humanística y científica. En 1647 conoció en París la filosofía de Descartes y al propio Descartes, de quien se distanció y a quien criticó duramente.
El 23 de noviembre de 1654 experimentó una honda conmoción, que transformó radicalmente su vida, de la que dejó constancia en su escrito, el «Memorial». En este escrito describe su encuentro con el Dios vivo, «el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob, no el de los sabios y los filósofos: el Dios de Jesucristo». Concibió el proyecto de escribir una amplia apología del cristianismo y comenzó a tomar notas y apuntes, que fueron publicados, tras su prematura muerte, el 19 de agosto de 1662, con el título de «Pensamientos».
A la incredulidad de los «libertinos eruditos» y a la razón fría y segura de sí, a lo Descartes -la que llama Pascal el «espíritu de geometría»-, se contrapone, con un «espíritu de finura», que se abre a la totalidad, excelsa y dramática, de la experiencia humana. En ese espíritu se incluye el corazón, pues «el corazón tiene razones que la razón no entiende».
Saberse miserable y necesitado de regeneración es el paso inicial en el camino que conduce a recuperar la propia y original grandeza. La sabiduría pascaliana se ordena, pues, a la conversión. Uno de los enemigos de esa conversión es el divertimento, la superficialidad existencial, la huida de lo real mediante la entrega a diversiones con las que se trata de evitar toda confrontación con lo esencial; otro enemigo es la autosuficiencia del propio yo que se encierra en un razonar frío y geométrico que ahoga el corazón.
Para Pascal, Dios es un Ser, en parte oculto y en parte manifiesto: se manifiesta lo suficiente para que podamos advertir su realidad; pero también se oculta, de modo que el acercarnos a Él implique fe, entrega y mérito. Dios se nos revela en Jesucristo como El Dios vivo, un Dios al que se accede a través de una fe y un amor que, partiendo del reconocimiento del pecado, se abre a la confianza en su misericordia.
Académico correspondiente de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación de España.