Como sabemos, Aristóteles define a Dios como causa primera, causa eficiente, motor inmóvil, causa necesaria de la que derivan todas las demás cosas.
El Dios de Aristóteles es el ser absoluto, el Dios metafísico por excelencia, pero como tal, su relación con el hombre es casi inexistente.
Aunque para Aristóteles hay una dependencia causal de todas las cosas respecto de su causa primera, Dios no es necesariamente el creador de los hombres, no en el sentido cristiano de creación a partir de la nada y con un propósito definido.
El Dios aristotélico no tiene un proyecto para los hombres, no tiene relación personal con el mundo. Es un Dios que se nos antoja frío y distante, como si un interés de Dios por el mundo le hiciera ser menos perfecto.
El Dios cristiano, sin embargo, sí se interesa por el hombre. En primer lugar, crea al hombre a su imagen y semejanza y luego le dota de un proyecto de vida.
La relación del hombre con Dios es siempre una relación de amistad, substancia misma de la relación.
Para muchos es una relación de amor, incluso paterno-filial. ¡Somos hijos de Dios! Además, el Dios cristiano se encarna y lo hace con un fin salvífico.
Esto hubiera sido impensable para Aristóteles. Por lo tanto, el Dios cristiano es un Dios cercano, humanizado, diferente (en este sentido) del de otras religiones y filosofías que admiten la existencia de Dios. Estos elementos diferenciadores explican el gran “éxito” y difusión del cristianismo en el mundo.
Filósofos posteriores han planteado la relación entre Dios y el hombre en términos de la relación entre finito (hombre) e infinito (Dios). Han defendido que finito e infinito son inseparables, de la misma manera que ser y nada también lo son.
Ninguno puede existir con independencia del otro. Por lo tanto, el perfecto infinito, para serlo, necesariamente ha de contener el finito, ha de envolverlo.
Según Hegel, lo finito y lo infinito son uno. Y los seres particulares, los seres finitos, no son sino momentos de lo infinito. Así, la verdadera eternidad, como expresión de lo infinito, no excluye el tiempo, sino que lo contiene.
Siguiendo con este planteamiento, si Dios es infinito, entonces, ¿qué es ser finito para Dios? Ser finito es asumir la naturaleza humana, despojándose de su divinidad. Para Dios, ser finito es ser Cristo. La encarnación (Cristo) representa la naturaleza finita de Dios.
Dios Padre representa la naturaleza infinita. Y el Espíritu Santo la acción de Dios en el mundo. Como sabemos, estos tres elementos constituyen la “tri-personalidad” de Dios, en que cada persona de la divinidad es implícitamente toda la divinidad, la gran aportación del cristianismo.
El bautismo de los cristianos también incide en la unión entre finito e infinito. Representa la muerte y resurrección de Cristo. Los bautizados pasan de la muerte a la vida. Al sumergirnos en el agua (el bautismo original era mediante inmersión en agua), nos desintegramos (muerte).
Concluido el bautismo, emergemos a una vida nueva (resurrección). Hemos de morir primero como seres finitos para luego renacer como seres infinitos. Como decía Dilthey, “al sumergirse en el agua parece que se aplaca el anhelo de flotar en lo infinito”. Y cesa el anhelo, porque en ese momento somos infinitos.
En estas fechas de diciembre, millones de cristianos alzan la imagen del Niño Jesús para celebrar la llegada de Cristo, escenificando de nuevo la unión entre lo divino y lo humano. La agitación es grande en torno a su nacimiento. Así describía Gabriela Mistral el ambiente que reinaba en el establo donde nació Jesús:
Al llegar la
medianoche
y romper en llanto el Niño,
las cien bestias despertaron
y el establo se hizo vivo.
Y se fueron acercando
y alargaron hasta el Niño
sus cien cuellos anhelantes
como un bosque sacudido.
Esta “sacudida” brota de la vida, la vida humana que Dios acaba de adquirir. El establo se transforma en alegría y en esperanza de resurrección. En ello consiste la fiesta de la Navidad, que celebraremos durante los próximos días.