“Cuando publicó en 1877 su “Epístola a Horacio”, el joven Marcelino Menéndez Pelayo (1856/1912) añoraba unos pueblos de Europa unidos por el arte y la palabra, labrando la belleza con mano y corazón cristianos, como aquellos pueblos mediterráneos que habían promovido la cultura renacentista. Catorce años después, veía en el Renacimiento “la época más brillante del mundo moderno, por haber alcanzado la definitiva fórmula estética, superior en algunos casos a la de la antigüedad, en las obras de artistas como Rafael, Leonardo da Vinci, Miguel Ángel, Miguel de Cervantes, Fray Luis de León…” (discurso de ingreso en la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas)”
Frente a quienes veían concordancia entre los postulados iniciales del Renacimiento y el protestantismo, afirmaba que “la gran tormenta de la Reforma había nacido en los claustros nominalistas de Alemania, no en las escuelas de letras humanas de Italia”. Y confesaba que no le podía acercar a los pueblos del norte de Europa “la Reforma, hija ilegítima del individualismo teutónico” que había significado el fin de la unidad europea (Historia de los heterodoxos españoles y La ciencia española).
De todos modos, no dejó de admirar “el maravilloso Canto de la Campana, de Schiller, el más religioso, el más humano y el más lírico de los cantos alemanes, y quizá la obra maestra de la poesía lírica moderna”. También se estremeció al leer la carta en la que Schiller decía a Goethe que “el cristianismo es la manifestación de la belleza moral, la encarnación de lo santo y lo sagrado en la naturaleza humana, la única religión verdaderamente estética”. Y, sobre el propio Goethe, recordó que había sido el introductor de la expresión “literatura universal, que él inventó y en virtud del cual debemos llamarle ciudadano del mundo”. De manera semejante, se detuvo ante las obras de las figuras más representativas del siglo de oro de la literatura alemana, como las de Winckelmann, Lessing, Herder, Fichte, los Humboldt y Hegel, “que enseña hasta cuando yerra… cuyo libro (sobre Estética) respira e infunde amor a la belleza inmaculada y espiritual”. Como se admiraría ante la literatura de Inglaterra, “uno de los pueblos más poéticos de la tierra” (Historia de las ideas estéticas en España, 1883/1891).
¿Cómo veía Menéndez Pelayo a España en esa Europa?
Consideraba que el valenciano Juan Luis Vives había sido “el pensador más genial y equilibrado del Renacimiento”, “el escritor más completo y enciclopédico de aquella época”. Y veía en Vives el más comprometido con la Europa de su tiempo, que “contempló a Cristo como Maestro de la paz, para quien le escucha y para quien no le escucha, por su acción en lo íntimo de las conciencias”, a aquel que movido “por el amor a la concordia de todos los pueblos de Europa”, viéndola tan dividida, se había dirigido al emperador y a los reyes Enrique VIII y Francisco I, para recordarles que su división facilitaba las piraterías de Barbarroja y los asaltos turcos (Antología de Poetas líricos castellanos).
Coincidía con otro español, Jaume Balmes, autor de “El protestantismo comparado con el catolicismo en sus relaciones con la civilización europea”, donde el escritor catalán había discrepado abiertamente de Guizot, autor de la “Historia general de la civilización en Europa”. Para Guizot, catolicismo y protestantismo se hallaban en pie de igualdad, pues habían jugado un papel semejante en la configuración de Europa; desde su visión calvinista, pensaba Guizot que la Reforma protestante había incorporado a Europa un movimiento expansivo de la razón y la libertad humana.
Por su parte, Menéndez Pelayo consideraba probado por Balmes que aquella Reforma, iniciada con las ideas del libre examen, el servo arbitrio y la fe sin obras, había supuesto una desviación del majestuoso recorrido de la civilización europea: “… lo probó… comenzando por analizar la noción del individualismo y el sentimiento de la dignidad personal, que Guizot consideraba característico de los bárbaros, como si no fuese legítimo resultado de la magna instauración, transformación y dignificación de la naturaleza humana, traída por el cristianismo” (Dos palabras sobre el centenario de Balmes).
Partía de que “el ideal de una nacionalidad perfecta y armónica no pasa de utopía… Es preciso tomar las nacionalidades como las han hecho los siglos, con unidad en unas cosas y variedad en muchas más, y sobre todo en la lengua” (Defensa del Programa de Literatura Española). Y de cómo el espíritu español, que había ido emergiendo a lo largo de la Reconquista, era “uno en la creencia religiosa, dividido en todo lo demás, por razas, por lenguas, por costumbres, por fueros, por todo lo que puede dividir a un pueblo” (Discurso de ingreso en la Real Academia Española).
En sus obras sobre la historia de la cultura española, no se limitó a los escritos en el español común, la lengua castellana, a la que no dejó de considerar “la única entre las modernas que ha logrado expresar algo de la idea suprema” y en la que se escribió “la epopeya cómica del género humano, el breviario eterno de la risa y de la sensatez”.
Pues, considerando a España nación rica y varia en lenguas, vería en el mallorquín Ramón Llull, “al primero que hizo servir la lengua vulgar para las ideas puras y las abstracciones, al que separó de la lengua provenzal la catalana, haciéndola grave, austera y religiosa” (Discurso de entrada en la RAE en 1881).
Habiendo iniciado sus estudios universitarios en Barcelona, conocía esa lengua catalana en la que llegaría a pronunciar, años más adelante, un discurso ante la reina regente María Cristina. Y, en su “Semblanza de Milá y Fontanals” recordaría que “fueron los poetas los primeros que, comprendiendo que nadie puede alcanzar la verdadera poesía más que en su propia lengua, volvieron a cultivarla artísticamente con fines y propósitos elevados”.
Alfredo Brañas, en “El regionalismo”, recuerda cómo en el orden literario Cataluña había conseguido la más alta representación de las letras hispanas en el año 1887. En ese año, el poeta catalán Federico Soler había obtenido el premio de la Real Academia Española a la mejor obra dramática representada en los teatros de España. Comenta Brañas que, antes de su adjudicación, mientras algunos académicos opinaban que sólo debería concederse el premio a obras representadas en los teatros de la Corte, otros, como Menéndez Pelayo, consideraron que debería estar abierto a los dramaturgos de todas las regiones españolas.
En su “Antología de poetas líricos castellanos”, Menendez Pelayo dedicó estimables páginas a la poesía gallega medieval y enjuiciaría, en sendos informes y con recto criterio, el “Diccionario gallego-castellano” de Marcial Valladares y el “Cancionero popular gallego” de José Pérez Ballesteros. En la misma Antología, elogiaría a Valencia porque “estaba predestinada para ser bilingüe… pues no abandonó nunca la lengua nativa”. Y, en carta de 6 de octubre de 1908, diría a Carmelo Echegaray: “mi biblioteca que, gracias a usted, va siendo de las más ricas en este interesante ramo (libros vascos), tan difíciles de coleccionar fuera del país éuscaro…”.
En otra carta, dirigida a la revista “Cantabria” (28/11/1907), Menéndez Pelayo habría de dejar escrito que “no puede amar a su nación quien no ama a su país nativo y comienza por afirmar este amor como base para un patriotismo más amplio. El regionalismo egoísta es odioso y estéril, pero el regionalismo benévolo y fraternal puede ser un gran elemento de progreso y quizá la única salvación de España”.
Académico correspondiente de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación de España.