Fue un informativo espectacular el que dirigió Carlos Franganillo en vísperas de las elecciones europeas. Desde Normandía a Ucrania, de Bruselas a Washington y de España a Lesbos y Atenas para hablar del ayer y hoy de Europa. Pero hubo una gran olvidada: Roma.
Hubiera dado lo mismo si lo hubiera realizado cualquier otra cadena, rara vez se alude a las raíces cristianas del viejo continente. Como un adolescente que se avergüenza de sus padres en público, la Europa del siglo XXI reniega de quien le dio la vida, de quien la alimentó, vistió y cuidó, buscando una nueva identidad que le haga sentirse autónoma, independiente, «mayor».
Lo cierto es que, por muy estupendos que nos pongamos, en el panorama geopolítico mundial nuestro estatus es cada vez más insignificante frente a las grandes potencias que cortan actualmente el bacalao.
En su papel de madre, la Iglesia católica ha advertido una y otra vez sobre las malas compañías de esta niña consentida que, criada entre algodones gracias al patrimonio trabajado por sus padres, continúa creyéndose superior a los demás.
El obispo de Roma ha venido en llamar a estas amistades “peligrosas colonizaciones ideológicas, culturales y espirituales” y las acusa de “mirar sobre todo al presente, renegar del pasado y no mirar al futuro”.
Frente a la realidad actual, el ejemplo de los padres fundadores de la Unión Europea, que no se preocuparon tanto de sí mismos, de su presente, de su bienestar, de su influencia política, sino del futuro de todos tras los horrores vividos en la Segunda Guerra Mundial. Y lo hicieron sin renegar del pasado, tomando los valores cristianos como base de su proyecto.
Fueron cuatro los artífices del tratado de Roma por el que se constituyó la Comunidad Económica Europea, germen de la actual UE: el francés de origen luxemburgués Robert Schuman, el alemán Konrad Adenauer, el italiano Alcide De Gasperi y el francés Jean Monnet.
No por casualidad, los tres primeros se apoyaban en profundas convicciones cristianas para desarrollar su actividad política, «una de las más elevadas formas de caridad» como la definirían los papas del siglo XX.
Dos de ellos, incluso, están considerados «siervos de Dios» y tienen abierto su proceso de beatificación, concretamente Schuman y De Gasperi. Su caridad política, su deseo de amar al prójimo como a uno mismo, cada uno desde su responsabilidad como hombres de estado, no escondía fines proselitistas, sino una honda convicción democrática y de escrupuloso respeto a la separación Iglesia-Estado.
Aquel impulso inicial, basado en los valores evangélicos de la paz, la solidaridad y la búsqueda del bien común fue perdiendo fuelle en la medida en que nos fuimos olvidando de los vínculos espirituales y culturales para dejar solo el económico como único punto de unión.
¿Y cuál dirían ustedes desde su experiencia que es el principal motivo de ruptura de cualquier familia bien avenida? Acertaron: la intromisión del dinero, sobre todo por exceso como cuando llega una herencia inesperada.
Así que aquí estamos, en una Europa rica y dividida (el brexit no es solo una anécdota), polarizada en los extremos según los resultados de las últimas elecciones y con muy pocas cosas claras sobre lo que quiere ser, sobre cuál es su vocación más allá de la de endiosar a la ideología influencer de turno.
Ciertamente Europa bebe de las fuentes de la cultura grecorromana, del renacimiento y la revolución francesa, pero su rostro no sería el que es sin la tradición judeocristiana y más específicamente del humanismo cristiano.
En este sentido reflexionaba el Papa hace unos días en su visita al Capitolio, precisamente el lugar en el que se firmó el tratado de Roma. Allí afirmó que “la cultura romana, que sin duda experimentó muchos buenos valores, necesitaba por otra parte elevarse, confrontarse con un mensaje de fraternidad, amor, esperanza y liberación más amplio. (…) El brillante testimonio de los mártires y el dinamismo de caridad de las primeras comunidades de creyentes interceptaron la necesidad de escuchar nuevas palabras, palabras de vida eterna: el Olimpo ya no era suficiente, había que ir al Gólgota y ante la tumba vacía del Resucitado para encontrar las respuestas al anhelo de verdad, justicia y amor”. No se podía decir mejor.
Al hilo de este problema con la adolescente Europa, escuché el otro día una frase que viene al caso. Decía: «padres que se arrodillan, hijos que se levantan». Es oportuna porque, además de seguir ejerciendo como buena madre su papel profético y machacón, la Iglesia –que componemos toda la comunidad de creyentes– tiene la necesidad de rezar, como Santa Mónica, por el hijo rebelde.
Confiemos en que la adolescente Europa de posguerras pueda rectificar a tiempo, levantarse, redescubrir su identidad y decir, como hemos dicho todos recordando nuestra tozudez adolescente, aquello de: “es verdad que mi madre tenía sus fallos, ¡pero cuánta razón llevaba!”.
Periodista. Licenciado en Ciencias de la Comunicación y Bachiller en Ciencias Religiosas. Trabaja en la Delegación diocesana de Medios de Comunicación de Málaga. Sus numerosos "hilos" en Twitter sobre la fe y la vida cotidiana tienen una gran popularidad.