Leyendo estos días el Catecismo de la Iglesia Católica, en los puntos que se refieren al Espíritu Santo, como preparación para la solemnidad de Pentecostés, hallé, en el punto 687, una consideración que me pareció muy bella. Dice el Catecismo, citando el Evangelio de San Juan, que «el Espíritu de verdad que nos “desvela” a Cristo “no habla de Sí mismo” (Jn 16,13)».
En efecto, el Espíritu Santo se oculta, “no habla de Sí mismo”. Es un ocultamiento tan discreto, que nos desvela como es Dios, en su intimidad. Nos desvela – podríamos decir – la humildad insondable de Dios.
El Espíritu nos hace conocer lo íntimo de Dios (cf. 1 Co 2,11): Dios Amor; nos revela a Cristo, que es la manifestación del Amor de Dios, pero no se revela a Sí mismo. “No habla de Sí mismo”. Es la humildad de Dios! (Jn 16,13).
Esa “humildad”, ese “ocultamiento” lo reversa sobre las personas que se dejan invadir por su presencia. Lo reversa, sobre todo, en el mismo Jesús, que es «… humilde de corazón!» (Mt 11,29). Lo reversa en María, que confiesa con toda verdad que Dios «ha puesto sus ojos en la humildad de su esclava» (Lc 1,48).
Esa humildad verdadera que nos hace experimentar que nuestros méritos son dones de Dios nos lleva al amor a los hermanos; es condición para amar de verdad como Dios nos ama. Sin esa humildad de fondo no podemos amar.
Sin esa humildad nos llenamos cada vez más de nosotros mismos. Nos hinchamos en nuestra soberbia y somos incapaces de amar y servir.
Pero, ¿qué debo hacer para que el Espíritu Santo ponga su morada en mí?; ¿cómo estoy seguro que habita conmigo si su presencia es tan suave y oculta? El Evangelista San Juan nos dice que la piedra de toque, el jaspe útil para detectar monedas falsas, como hacían los antiguos comerciantes y joyeros, es la fe en Cristo (cf Jn 14,17): creer en Cristo; amar a Cristo; cumplir su mandamiento.
El Espíritu Santo ama ocultarse y de hecho se oculta al mundo que «no puede recibirle, porque no le ve ni le conoce» (Jn 14,17), mientras que los que creen de verdad en Cristo y lo siguen, esos le conocen, conocen al Espíritu porque en ellos mora.
La venida del Espíritu Santo en el día de Pentecostés, en el que se revela plenamente la Santísima Trinidad, en el que el Reino anunciado por Cristo se abre a la humanidad, llega efectivamente a todos los que creen en Él en la humildad de nuestra carne y en la fe. Con su venida, el Espíritu Santo hace entrar en su Reino, ya poseído aunque todavía no manifestado plenamente.
La puerta de ingreso es la fe en Cristo y la humildad. El Espíritu Santo, por el que encontramos la verdadera fe, nos hace clama exclamar: “Abbá, Padre!” (Rm 8,15) y “Jesús es el Señor!” (1 Co 12,3).