Ese anciano regordete que huele a chuches no es Dios

Madurar la fe significa conocer a Dios para amarlo más y, al mismo tiempo, amar a Dios para conocer quién es.

5 de mayo de 2021·Tiempo de lectura: 2 minutos

Hace poco más de un mes, Tracey Rowland, jurista, filosofa, teóloga y una de las únicas cuatro mujeres distinguidas con el Premio Ratzinger de Teología, alentaba, en este medio a “tener el coraje de explicar la fe”. Unas palabras que no eran, precisamente, un brindis al sol.

Explicar la fe no es sólo “hablar” de la fe, ni siquiera hacerlo en nombre de ella; como tampoco es limitarse, simplemente, a repetir unas fórmulas de credo.

Explicar la fe presupone conocerla y amarla. Porque el amor es una forma de conocimiento necesaria en nuestra relación con Dios. No en vano, con palabras de Benedicto XVI “Hemos creído en el amor de Dios: así puede expresar el cristiano la opción fundamental de su vida”.

Seguramente tú, como yo has escuchado más de una vez eso de que “no se puede amar lo que no se conoce” y, al mismo tiempo, el conocimiento amplía la mirada del amor. Conocer a Dios para amarlo más; amar a Dios para conocer quién es.

Sólo así evitaremos quedarnos en una imagen de Dios como una especie de súper papá Noel al que le pedimos cosas y nos las trae dejando un reguero de gominolas. No. Ese anciano regordete, amable y bonachón, que huele a chuches, no es Dios. Aunque sea amable (o mejor dicho, sea Amor), y necesitemos también poner el corazón y el sentimiento en nuestra vida como cristianos, la sentimentalización de la fe es quizás una de las trampas más habituales de nuestra sociedad eternamente “teenager”.

Como destaca Ulrich L. Lehner en su libro Dios no mola: “he podido comprobar que una buena parte de la vida parroquial se centra en el sentimentalismo, o en la búsqueda de sentimientos. Se invita a los niños a ‘sentir’ y ‘experimentar’ esto o aquello, pero raramente se les da un contenido, una razón para su fe. No me sorprende que abandonen la Iglesia si pueden encontrar mejores sentimientos fuera de ella”.

Los sentimientos tienen, evidentemente, su lugar en la fe, pero tienen que apoyarse en un contenido para que las lágrimas que pueden venir a nuestros ojos al contemplar escenas de la pasión de Cristo, por ejemplo, no acaben ahogando el don de la fe en un mar sin sentido; al igual que no podemos vivir una fe reducida a una actitud estoica e intelectual que terminaría olvidando la clave de esta misma fe: la encarnación de ese mismo Amor: Dios que se hace hombre, más aún, hombre perfecto.

La apuesta por meter cabeza en nuestra fe es hoy una demanda ineludible qeue abarca prácticamente todos los ámbitos de nuestra vida: desde la educación religiosa escolar, la vida de fe en familia o el peligro de borrar a Dios de la cultura reduciendo nuestra a una simple sucesión de acontecimientos intrascendentes.

Aunque parezca mentira, hoy más que nunca, el «altar al dios desconocido» se erige en el centro de nuestras plazas y darle nombre y vida corresponde a nosotros, para hacer nuestra fe más profunda, para ser discípulos y testigos en un mundo sordo. Y también para aceptar con humildad que, probablemente, no nos darán las gracias.

El autorMaria José Atienza

Redactora Jefe en Omnes. Licenciada en Comunicación, con más de 15 años de experiencia en comunicación de la Iglesia. Ha colaborado en medios como COPE o RNE.

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