¿Por qué sufren los buenos y los inocentes? ¿Por qué la tragedia, los terremotos, las inundaciones, los incendios, las tormentas, la pandemia, o cualquier sufrimiento global tiene tan mala puntería? ¿Por qué no selecciona mejor a sus víctimas para golpear a quienes verdaderamente “se lo merecen” o se lo buscaron?
¡Qué extraña convivencia entre la justicia y la injusticia, entre presas y depredadores, entre fuerzas poderosas y víctimas frágiles! Pero también, que extraña presencia la de los inertes, inapetentes, indiferentes, apáticos y callados quienes ven los desfiles de dolor delante de ellos y se esconden o excusan en vez de ayudar a transformar esas tristes realidades.
No nos gusta hablar del dolor humano pero no lo podremos evitar. Le tememos, le huimos, luchamos supuestamente por evitarlo o atenuarlo. Solo en Estados Unidos gastamos casi 18 mil millones de dólares al año en analgésicos y medicinas para el dolor, y otros 18 mil millones en antidepresivos a nivel mundial. Nos produce desolación, crisis existencial, sentido de injusticia, amargura, rebeldía, resentimiento, y hasta nos peleamos con Dios y con la vida por hacernos el blanco de lo “inmerecido”. Por eso entablamos una guerra fría contra él.
Nos cuesta aceptar que el sufrimiento es parte del tejido de la vida, y que ningún ser humano está exento ni siquiera el más noble y bueno. Toda la naturaleza lo experimenta, y forma parte de las luchas diarias por la supervivencia. El primer lenguaje de un recién nacido es el llanto, y es también la más reconocida expresión en las despedidas. Como dice Eclesiastés 3, “hay un día para llorar y un día para reír”. En otras palabras, por cada día de alegría, esperemos un día de dolor.
¡Cuán diferente sería aprender a convivir sobria y sabiamente con el sufrimiento, sin necesariamente abandonar esfuerzos legítimos para eventualmente erradicarlo! Como dice Santiago 1, 2-4: “Hermanos, considérense afortunados cuando les toca soportar toda clase de pruebas. Estas pruebas desarrollan la capacidad de soportar, y la capacidad de soportar debe llegar a ser perfecta, si queremos ser perfectos, completos, sin que nos falte nada”.
El sufrimiento tiene su programa, su propósito y finalidad. En realidad debemos entender que aunque todos hemos sufrido por razones diferentes, hay solo dos tipos de sufrimientos: el que destruye y el que edifica. En 2 Corintios 7, 10 san Pablo, el gran teólogo del sufrimiento, nos dice: “La tristeza que viene de Dios lleva al arrepentimiento y realiza una obra de salvación que no se perderá. Por el contrario, la tristeza que inspira el mundo provoca muerte”.
En las enseñanzas de san Pablo, él consistentemente exhorta a vivir el sufrimiento que edifica al encontrar misteriosos beneficios. Entre ellos, su don de espiritualizar la vida y de experimentar el consuelo de Dios. Las pruebas nos obligan a salir de las superficialidades para profundizar introspectivamente. El sufrimiento humano es el gran purificador de conciencias e intenciones, y es el ámbito donde se prueba el amor. Aunque parece que el sufrimiento nos detiene y paraliza, en realidad su mayor propósito es movernos de una realidad inconclusa o imperfecta a otra más significativa. Depende de nosotros si asumimos el reto con valentía y fe hasta encontrar sus propósitos sobrenaturales.
Peor que sufrir sería sufrir en vano
El sufrimiento experimentado por las pruebas o heridas deja marcas o da galardones, pues esa prueba puede servir de trampolín a una vida llena de desgracias, malas decisiones, o desequilibrio emocional, o a una nueva vida reorganizada, mejor priorizada y transformada.
Cada prueba es un alto en la vida. Ya no podemos continuar viviendo en piloto automático pues ahora el camino seguro ha sido interceptado, y repentinamente se divide en dos caminos inciertos. No hay señales de tráfico específicas ni rótulos claros: nos toca discernir o adivinar. Si escogemos mal, habrá más dolor, pérdidas, desgaste, enfermedad, atadura, o, en casos extremos, deseo de muerte.
Pero si escogemos bien, hacemos inventario de reservas de bienes, de salud, de recursos emocionales y espirituales. Siendo conscientes de esos recursos al alcance, nos reposicionamos, optamos por cambios positivos que nos acercarán a conclusiones victoriosas y bendiciones escondidas. Es este camino el que conduce a los cambios necesarios, a la revitalización y reintroducción a la normalidad, en un empeño activo de minimizar las pérdidas y maximizar ganancias.
Los tiempos difíciles son tiempos de enfrentar lo impredecible
Ya no podemos seguir inatentos, apáticos, o indiferentes. Ahora sí tenemos que dedicarnos a pulir las viejas virtudes y manifestar nuevos dones adquiridos, porque el esfuerzo es doble cuando a toda actividad hay que añadirle tenacidad, valor,discernimiento, resiliencia, paciencia y perseverancia. La tarea es salvarnos del daño físico y psicológico, y todavía tener las fuerzas y la voluntad para rescatar a otros en nuestra órbita personal.
Se puede aceptar mucho sin tener que comprender todo
Los seres humanos podemos demostrar una capacidad extraordinaria de resiliencia ante las adversidades más crueles. Muchas experiencias de la vida no tienen sentido lógico o explicación razonable en el momento cuando se viven. Por eso no podemos andar siempre con tanta prisa: con calma podremos desglosar, analizar, medir y pesar con más precisión.
Tenemos que aliarnos con el tiempo para permitirle que arme sus conclusiones sin nuestras interrupciones repentinas o precipitadas. Al final de este proceso nos daremos cuenta de que todo iba dirigido hacia un propósito mayor que reclamaba su momento en nuestros calendarios y esquemas, y que quizás no tomará en cuenta preferencias individuales o voluntades que se imponen.
Después de cada tragedia se inmortalizarán imágenes icónicas que permanecerán cabalgando en nuestra memoria en años venideros. Será difícil olvidarlas. La pregunta es si recordaremos con la misma facilidad las grandes y valiosas enseñanzas que debemos estampar con cada imagen o evento vivido. Enumeremos algunas de las que deben de quedar tatuadas en el alma.
Podemos aprender
• Que todavía hay mucha gente buena en el mundo. Los buenos no son solamente los santos, los sanos y virtuosos, sino también aquellos que se proponen llevar la delantera a la calamidad que se avecina e invierten sus mejores esfuerzos en ayudarse a sí mismos y a otros aún sin esperar justa recompensa.
• Que los seres humanos no cambian fácilmente con discursos, exhortaciones, resoluciones, sino con nuevas virtudes que transforman sus paradigmas internos y sus esencias. Es del manantial de virtudes desde donde manan las grandes ideas, los nobles proyectos, y las mejores conductas apoyadas con las más sublimes intenciones.
• Que las pruebas despiertan nostalgias para empezar a querer más lo que habíamos abandonado, desperdiciado o malgastado por ser ingratos o malos custodios de lo que tomábamos por hecho.
• Que el encierro físico silencia la algarabía del mundo para que hablen las voces de adentro que tantas veces trataron de advertirnos a tiempo, pero estábamos muy distraídos y ofuscados que no las escuchamos.
• Que el corazón se oxigena con amor y no hay sustituto.
• Que pudiéramos vivir con menos dinero, menos diversión, menos odios, menos división, menos guerras, crímenes, egoísmos, violencia; con menos sentido de acaparamiento o merecimiento.
• Pero no podemos vivir sin más conexiones emocionales, sin más fe, sin más esperanza, sin más resiliencia, propósito en común, colaboración y esfuerzo comunitario.
• Podemos descubrir que los mejores antídotos al sufrimiento son el perdón, la reconciliación, el reenfoque y la redefinición para conseguir ser trasladados de la angustia y de la amargura, a la paz. Y es la paz el puente a la salud emocional y a la felicidad.
• Y sobre todo, podemos llegar a la unánime conclusión que no podemos vivir sin Dios, sin oración, sin nuestras búsquedas y encuentros espirituales.
Entendemos que nuestra vida antes de la prueba fue mitad sana y mitad locura. Perdimos mucho tiempo tratando de alimentar un corazón insaciable que por ir tras lo superfluo y temporero se olvidó de buscar la soberanía de la verdad. Ahora podremos apreciar que lo más apremiante de la vida es vivir, sobre todo, con calidad de vida, aunque sea unos días más.
Esta es la gran lucha antropológica y psicológica que emprendemos a diario, consciente o inconscientemente. Y así como luchamos por el derecho al último suspiro, ¿por qué no luchar más por el derecho de toda criatura al primer latido?
Las pruebas no son castigos de Dios, sino confianzas de Dios
Con el sufrimiento, Dios nos está confiando momentos tajantes porque conoce nuestras reservas, fortalezas y dones que podemos activar en las premuras de la vida. Es una invitación a conocer una nueva definición de milagros: tan milagroso es el amar la vida aún en medio del dolor, que ser liberados de la dolencia.
Así que mantengamos la calma; es la insignia y carné de identidad de los sanos y de los santos. La quietud puede ser un movimiento anónimo o invisible, pues mientras estamos físicamente quietos, se moviliza todo aquello que siempre quiso manifestarse. Cuántas veces tratamos de esquivar el dolor, pero ¡qué don tan único tiene para transformar viejas identidades y tallar nuevas esencias! ¿Acaso se nos olvida que la naturaleza es madre, que concibe y corrige, a veces con paciencia y dulzura, y otras veces con dureza cuando le respondimos con rebeldía desafiante?
Tenemos que adquirir el don de asignarles propósitos a todas las experiencias de la vida, para convertirlas en lecciones valiosas o en bendiciones escondidas.
No desperdiciemos más lágrimas ni sacrificios. Empecemos a consagrarlo todo a los propósitos sobrenaturales de Dios pues el propósito es el más efectivo calmante y atenuante de todo dolor y sufrimiento. Así que dejemos que el silencio nos hable y que los corazones humanos comiencen a respirar sin máscaras. La invitación es para todos a que finalmente, ¡aprendamos a sufrir para aprender a vivir! Y recordemos que después de todo, hay una esperanza mayor.