Que un hijo termine su formación académica es uno de los momentos más felices en la vida de un padre, pero la reciente graduación de uno de mis retoños estuvo a punto de convertirse en el peor día de mi vida por culpa de uno de los oradores.
El ambiente previo era el de tantas veces: padres y abuelos orgullosos compiten por los puestos más cercanos al escenario, jóvenes luciendo sus mejores galas se hacen selfis mientras se lanzan piropos, a la vez que el bedel y el alumno “enterao” terminan de probar el micro y el proyector.
El acto discurrió, también, como siempre, con los archisabidos discursos de agradecimiento, los ayes por cómo hemos crecido, los chistes internos ante los que los ajenos solo podemos esbozar una sonrisa estúpida y la ronda de aplausos que suben y bajan tras cada nominación e investidura de becas.
Unas dos horas y media después, cuando la mayoría ya no nos sentíamos el trasero y los prostáticos no habían podido evitar manifestar públicamente su dolencia, comenzó el discurso del responsable de la cosa académica. Al acercarse al micrófono, sus ojos brillaban más que los de Michael Scott en The Office en dichas circunstancias. Era su momento y lo sabía. El rollo que estaba dispuesto a soltarnos en honor y gloria propias iba a ser de dimensiones bíblicas. Decidí aprovechar para cerrar los ojos y descansar, pues la prisa por no llegar tarde al acto había impedido llevar a cabo mi tradicional cabezada vespertina. Pero las palabras del ponente no paraban de golpearme: tópicos, dicción irritante salpicada de muletillas, chistes sin gracia, alusiones a temas extemporáneos…
Miré el reloj y el segundero parecía haberse detenido. El hormigueo de la pierna derecha había pasado ya a nivel amputado. El miembro fantasma mandaba, no obstante, señales, pues la rodilla se clavaba con aquel pico de la moldura del asiento delantero. Miré a derecha e izquierda, buscando una posible salida de emergencia, pero la larga fila de invitados a uno y otro lado hacía imposible escapar sin convertirse en el centro de atención del auditorio. La falta de aire acondicionado me provocó una sensación de asfixia y un incómodo exceso de sudoración. Mi corazón empezó a acelerarse hasta niveles críticos. El discurso, que escuchaba ya distorsionado y con eco, continuaba hilando frases inanes: “hemos vivido una pandemia”, “el futuro es vuestro”…
«¡Bastaaaaaa» –grité mientras me ponía de pie en la butaca a duras penas (les recuerdo que a estas alturas era médicamente cojo)–. «¡Por Dios, no puedo más! ¡Acabe ya, por favor!» –exclamé ante la mirada atónita de mi mujer y mi suegra–. Todo el público se volvió hacia mí, gustoso, dejando a un lado el móvil que llevaban un rato consultando, pues por fin pasaba algo interesante en la última media hora.
«¡No hay derecho! –continué–. Hemos venido aquí a celebrar una fiesta, a pasar un rato alegrándonos con nuestras familias por los logros conseguidos por nuestros hijos. Pero usted ha aprovechado que somos un público cautivo, que por educación y por respeto a nuestros hijos aguantamos lo que haga falta, para largarnos un rollo insoportable. Que sepa que es indigno que una persona como usted, que representa a una institución educativa, tenga tan poca educación como para no haber preparado mínimamente unas palabras que digan algo. ¡Acabe ya, por Dios!».
No había terminado de sollozar esta última frase cuando el apoyo de la pierna tonta falló y caí desde la parte alta del salón de actos en la que estaba sentado a la platea. El susto de la caída me despertó de un golpe coincidiendo con el aplauso que el público, ajeno a mi ensoñación, brindaba al orador que acababa de terminar su discurso.
Aproveché para ponerme en pie e irrigar, esta vez de verdad, mis extremidades inferiores a la vez que aplaudía, con lágrimas en los ojos, el fin de aquel inolvidable discurso. La octogenaria que estaba sentada a mi lado, acompasando sus palmas con codazos a mi barriga, me soltó un irónico “en tiempo de melones, cortos los sermones”.
Y esta era, en definitiva, la frase en la que yo quería inspirar hoy mi artículo en torno a las homilías, pero se me ha acabado el espacio. Así que no tengo más que decir. Solo que si este verano, en Misa, durante la predicación, ven a un señor ponerse de pie sobre el banco y gritar “¡Bastaaaaaa!”, no me hagan caso. Es solo un sueño.
Periodista. Licenciado en Ciencias de la Comunicación y Bachiller en Ciencias Religiosas. Trabaja en la Delegación diocesana de Medios de Comunicación de Málaga. Sus numerosos "hilos" en Twitter sobre la fe y la vida cotidiana tienen una gran popularidad.