En la muerte de un hombre bueno

«Al experimentar la muerte de mi padre, un hombre normal y profundamente bueno, he podido reflexionar sobre la transcendencia que tienen las vidas de tanta gente que quizá no sean famosas pero que dejan un surco profundo con su acierto al establecer las prioridades de su existencia. Como dice aquella célebre frase de Stephen Covey: lo más importante es que lo más importante sea lo más importante. Y me parece que eso se ve especialmente al final de la vida de alguien»

20 de septiembre de 2021·Tiempo de lectura: 4 minutos

Este mes de julio pasado pude llevar a mis padres, de 83 y 79 años respectivamente, a ganar el Jubileo en la Catedral de Santiago de Compostela. Fue un día especialmente bonito y mi padre, ferrolano que estudió Derecho en la ciudad del Apóstol hace muchos años, estaba especialmente contento y nos iba hablando de los lugares que había frecuentado en su ya lejana juventud. Semanas antes había publicado un artículo en Omnes sobre La tumba de Santiago el Mayor, uno de sus temas más estudiados.

Algo más de un mes después, una mala caída en la casa donde pasaban sus vacaciones le fracturaba la cadera y, tras 18 días de complicaciones, fallecía en un hospital de la ciudad donde había nacido. Afortunadamente, los días previos pudo despedirse de su esposa y de sus hijos, con una paz y una tranquilidad de conciencia que son el mayor tesoro en esos decisivos momentos. Antes había podido recibir los últimos sacramentos de mano de un hijo suyo sacerdote.

En las muchas conversaciones que mantuve con él a lo largo de los años que pude disfrutar de su trato, pues además de mi padre puedo decir que era mi mejor amigo, me supo transmitir las prioridades que había tenido durante toda su vida. Hombre profundamente creyente, para él lo primero era su trato con Dios, inmediatamente después su familia y después su trabajo, y luego todo lo demás. Y creo que ese orden de prioridades le permitió morir con paz y serenidad.

Alejado de Dios en su juventud, recuperó la fe al terminar la carrera y, desde entonces, apoyó su vida sobre la roca de la fe en Jesucristo, Dios y Hombre, dentro de la Iglesia Católica. Después conoció a mi madre, una mujer valiente y de convicciones firmes, y eso fue decisivo para su vida y para la de todos sus hijos. La pertenencia de los dos al Opus Dei fue una gran ayuda para su vida y para la educación cristiana de sus hijos, como reconoció agradecido mi padre en su lecho de muerte.

No le faltaron dificultades y sinsabores en la vida, como la muerte de un hijo a los pocos días de nacer o de otra hija joven madre de cuatro hijos por cáncer o diversas enfermedades suyas y de algunos de sus siete hijos. O dificultades laborales, que también las tuvo. Todas ellas las afrontó con entereza y serenidad, confiado en que Dios “aprieta pero no ahoga” y que, como decía Santa Teresa de Ávila, “duramente trata Dios a los que quiere”.

Funcionario de la Administración pública del Estado, era un gran aficionado a las Humanidades, especialmente a la Historia. En sus escasos ratos libres aprovechaba para leer e ir enriqueciendo su biblioteca que le ilusionaba que aprovecháramos sus hijos y amigos. Supo transmitir su amor por la lectura a sus hijos pues estaba convencido de que es algo fundamental si se quiere conseguir un pensamiento crítico y no ser manipulados por las modas del momento.

Gran amante de los clásicos, le gustaba citar la “aurea mediocritas” de Horacio como el ideal de su vida, algo así como la vida del hombre corriente. Apasionado cinéfilo, disfrutaba mucho con las películas de Frank Capra, que tan bien perfiló ese hombre corriente americano, profundamente honrado, hasta la ingenuidad, y profundamente humano. En su juventud pintó unas bellas acuarelas de paisajes gallegos, afición heredada de su padre, y ganó algunos premios de pintura en Santiago, Madrid y Portugal.

Nacido al final de la Guerra Civil española, vivió la posguerra y fue educado por sus padres en la austeridad y la necesidad de trabajar y esforzarse para salir adelante. Durante el franquismo, no fue simpatizante del régimen, pero como a muchos de su generación le molestaron después algunas mentiras que se han dicho sobre aquellos años. La Transición suscitó en él grandes esperanzas y algunos desengaños. Al final de su vida era consciente de que la política es difícil y alertaba sobre las promesas incumplidas de muchos políticos que prometen soluciones sencillas a problemas complejos.

Siendo un hombre reservado, era de trato muy cordial y fue apreciado por sus jefes y compañeros de trabajo, así como por todos los vecinos que asistieron en buen número a su funeral. Persona de convicciones firmes, sabía dialogar y respetar a los que no pensaban como él, especialmente en sus últimos años de vida. No soportaba bien a los fanáticos de uno u otro signo.

Hay mucha gente buena y honrada que muere todos los días sin hacer ruido, pero que contribuyen infinitamente más al bien común que otras personas que pasan unos años en el “candelero”

Santiago Leyra

Hago este repaso de su vida consciente de que muy probablemente en ella no se encuentre nada digno de ser trasladado al cine o a la literatura. Fue un hombre normal, con muchas virtudes y algunos defectos. No le gustaba nada hablar en público ni ser el centro de atención, por su temperamento. Una de sus características principales era su incapacidad de mentir.

Y también soy consciente de que la vida de mi padre no ha sido única. Estoy convencido de que hay mucha gente buena y honrada que muere todos los días sin hacer ruido, pero que contribuyen infinitamente más al bien común que otras personas que pasan unos años en el “candelero” y que a veces cambian su alma por una temporada en el poder o bajo los focos de las cámaras.

Con mi padre, se está yendo una generación a la que creo tenemos mucho que agradecer los que venimos detrás. Gente normal y corriente, que ha tratado de cumplir con su deber y sacar a su familia adelante. En esta época donde se respira un cierto pesimismo ante el presente y el futuro, he querido resaltar una de esas vidas buenas que consiguen llegar a la meta de todo hombre honrado: ser querido por los suyos y que le despidan con agradecimiento.

Ah, mi padre se llamaba Ángel María Leyra Faraldo.

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