No hace mucho, en la solemnidad de Todos los Santos, escribía una carta a los sacerdotes ancianos de mi archidiócesis de Mérida-Badajoz. En ella les decía que pensaba mucho en ellos, especialmente desde que se inició la pandemia, y les expresaba mi cercanía de padre, amigo, hermano y pastor.
Históricamente el papel de los mayores ha sido muy valorado en todas las sociedades. Ellos son las raíces, lo que ancla a una sociedad a la historia, el enlace del ayer con el hoy, son la memoria de la comunidad, son el reflejo de la sabiduría. En las Sagradas Escrituras hay muchos pasajes sobre el respeto y la autoridad de los mayores, como el que encontramos en el Levítico: Álzate ante las canas y honra al anciano. Teme a tu Dios. Yo soy el Señor (Lev. 19,32), o en Job: ¿No está en los ancianos la sabiduría?, ¿no destaca la prudencia en los viejos? (Job 12,12).
Pero, además de las palabras que llaman nuestra atención sobre la ancianidad, en las Sagradas Escrituras encontramos muchos personajes ancianos, a los que se les atribuye un papel destacadísimo: Zacarías e Isabel, Simeón y Ana…
Nuestro mundo ha cambiado ese esquema de valores. Buscamos el cambio continuo, lo que hoy es, mañana no sirve. La palabra mágica es el “progreso”. La tecnología se ha entronizado, como se hizo en el siglo XVIII con la razón, y los que manejan la técnica son los jóvenes. La juventud se admira, la ancianidad se mira con desafecto. En el árbol del siglo XXI las ramas tienen toda la importancia y parece que las raíces no tienen ninguna. Con frecuencia el sabroso fruto que ofrecen los mayores no es apreciado y se quiere talar el árbol. Desde hace tiempo, en nuestras casas no hay sitio para los mayores y empieza a no haber sitio tampoco para los niños. No sabría deciros si eso nos está alejando de Dios o es el alejamiento de Dios lo que nos está haciendo ver así la vida.
Si las personas mayores son un tesoro para la Iglesia, ¿qué diremos de los sacerdotes mayores? Ellos tienen la gran sabiduría que les ha dado la universidad de la vida, como les decía en la carta citada más arriba. El ministerio sacerdotal les ha concedido durante tantos años conocer a fondo el alma humana.
Todos sabemos que muchos sacerdotes, merecedores del descanso por edad y por los servicios prestados durante muchos años, continúan sirviendo a nuestras comunidades. Es más, muchas de ellas escuchan la Palabra de Dios y celebran la Eucaristía gracias a la entrega incansable de nuestros sacerdotes eméritos.
Lejos de lo que puedan aportar, que suele ser el termómetro de muchos para valorar a las personas, los sacerdotes mayores nos hablan, con solo mirarlos, sin pronunciar palabra, de fidelidad, de entrega, de renuncias, de fe… Muchas personas son lo que son porque un día se encontraron un sacerdote que los orientó y les ayudó a conducirse en la vida. Si las arrugas de su piel se pudieran desplegar, cada una de ellas llevaría escrito un mensaje y muchos secretos que esconden alegrías ajenas dadoras de plenitud propia.
Ser para Dios desde los otros tiene efectos secundarios muy beneficiosos para uno mismo, porque lo que se recibe buscando acercar a los demás al Señor, es jornal de gloria para el que, ya sabemos, no hay trabajo grande, como recitamos en ese himno de vísperas.
No quiero dejar pasar esta oportunidad sin pedirle a nuestros sacerdotes eméritos que sigan siendo ejemplo para los hermanos más jóvenes del presbiterio, esos que tienen que madurar mucho todavía en su vida sacerdotal con situaciones nuevas y complicadas derivadas de una sociedad que se aleja de Dios y que, con frecuencia, aparta la mirada de las cosas que permanecen para siempre. Gracias por vuestro servicio, por vuestra alegría, por ver y mostrarnos la vida sin dobleces y con naturalidad.