Me contaron una historia. Una mamá va a despertar a su hijo del profundo sueño que tienen los niños de cinco años.
– ¿Sabes qué día es hoy?
– No quiero ir a misa, mamá.
– ¿No? ¿Por qué?
– Mamá, no quiero ir a la iglesia porque la gente allí no es feliz.
Se non è vero, è ben trovato…
Echemos una mirada a la gente que asiste a una misa de cualquier parroquia de cualquier domingo. ¿Parecen felices? ¿Qué conclusión sacaría cualquier persona que se metiese por curiosidad en una de nuestras misas? Y no se trata de que, como me dicen a mí algunas personas…: – “Tenéis que hacer misas más alegres” (es decir, más bulliciosas).
No son las misas las que tienen que ser alegres: son los cristianos los que tienen que estar alegres.
¿Qué ve la gente cuando mira nuestras parroquias? ¿Qué ve la gente cuando nos mira a los católicos? ¿Ven un pueblo vivo, con la alegría del Evangelio ardiendo en sus corazones?… Creo que lo que ven es a una gente que solo cumple con sus obligaciones por costumbre.
¿Cómo ocurre una conversión? Una conversión tiene lugar desde dentro hacia afuera. No es lo primero que cambia el comportamiento, ni mucho menos es el cambio de comportamiento lo que cambia a la persona. Para parecer feliz, hay que ser feliz; y para ser feliz, te tiene que ocurrir algo que te haga feliz. No llegas a ser feliz fingiendo que eres feliz o haciendo las cosas que hacen los que son felices.
Fijémonos en el evangelio. ¿Qué fue primero, el huevo o la gallina? Primero va el Evangelio y después los Hechos de los Apóstoles. Aquí no hay ningún dilema. La conversión de las parroquias pasa por que nos demos cuenta -en primer lugar, los pastores- de nuestra necesidad de convertirnos en discípulos que arden por Jesucristo, y de transformar las parroquias a través de las comunidades parroquiales, haciendo lo que hace el Señor: elegir un núcleo de discípulos, enseñarles a ser discípulos y a hacer discípulos que hacen otros discípulos. Jesús, en el evangelio, reúne y forma discípulos (los tíos más felices del mundo); nuestras parroquias esperan asistentes a misas y actividades, y algún que otro voluntarioso y voluntarista voluntario.
Muchas parroquias están sumidas en una vorágine de activismo que es absolutamente estéril. Este ritmo frenético de actividad, a la vez que disminuyen los recursos, nos ha hecho perder la alegría y nos aboca a un declive que, de no cambiar las cosas, irremediablemente nos llevará a la desaparición. ¿O no?