¿Recuerdas cuando en los 80 y 90 la Iglesia católica era considerada prácticamente la responsable de la expansión del sida? El tiempo ha puesto las cosas en su sitio y ha demostrado quién ha estado de verdad junto a las víctimas y quién ha usado el VIH solo como arma ideológica.
Si tiene más de 30 años, seguro que usted también habrá sentido un escalofrío al escuchar hablar del sida. Durante las últimas décadas del siglo pasado, la enfermedad causó un terrible impacto en todo el mundo, pues las personas que se contagiaban tenían un único pronóstico: la muerte; acompañado de un cruel estigma social.
En aquellos años de miedo e incertidumbre en torno al sida, la Iglesia católica salió a jugarse el tipo atendiendo a quienes nadie quería ni de lejos, ofreciendo no solo atención médica a pesar del gran desconocimiento que existía sobre la enfermedad, sino el cariño y el acompañamiento necesarios para que estas personas pudieran tener una muerte digna.
En Málaga, por ejemplo, la casa de Acogida Colichet fue un proyecto conjunto de Cáritas Diocesana y las Hijas de la Caridad en el que aquellos “apestados” encontraron un hogar donde sentirse amados. «En un mismo turno se me murieron tres enfermos –explicaba en una reciente entrevista su directora, Paqui Cabello–. Se iban y no podías hacer nada. Era una sensación de vacío como si te quitaran parte de tu vida».
Sin embargo, en aquellos años, nadie hablaba de los desvelos de Paqui, ni de las preocupaciones de sor Juana, médico e hija de la Caridad, a la hora de atender pacientes de una enfermedad prácticamente desconocida: «a mí misma me daba repelús –decía– porque no sabíamos a lo que nos enfrentábamos». Se hablaba mucho, eso sí, de la “inadmisible” actitud de la Iglesia al oponerse a la casi única solución que los grandes grupos de poder ofrecían al problema: la promoción del uso del preservativo.
Con la perspectiva de los años y la experiencia de la pandemia del Covid, me he convencido de que aquella campaña contra la Iglesia no fue más que un plan de guerra ideológica, quizá apoyada interesadamente por la industria farmacéutica, para apuntalar el paradigma sexual surgido del mayo del 68 que se tambaleaba ante la aparición del VIH. Claro que los dispositivos de barrera (condón o mascarilla, según la vía de transmisión) son necesarios en determinados casos, pero ¿no ha demostrado el coronavirus que ellos solos no bastan y que son necesarias otras medidas relacionadas con el cambio de hábitos? Con el coronavirus se nos dijo que no podíamos ni siquiera visitar a nuestros familiares, se nos encerró en casa durante meses, pero, con el sida, ¡no se podía ni siquiera sugerir una menor promiscuidad sexual! El dogma del sexo libre desenfocó la lucha contra el sida señalando como culpable de aquella terrible pandemia precisamente a quien más estaba haciendo por los enfermos.
Hoy, gracias a Dios, el sida ha pasado de ser una enfermedad mortal a una enfermedad crónica en el primer mundo. Y la Iglesia continúa al pie del cañón en la lucha contra el VIH y sus consecuencias: investigando nuevos tratamientos desde sus hospitales y universidades, trabajando en la prevención, atendiendo a las personas seropositivas, acompañando con cuidados paliativos a las que la pobreza ha desahuciado, haciéndose cargo de los millones de niños que se quedan huérfanos a causa de la enfermedad y exigiendo que también los pobres puedan acceder a los modernos medicamentos. Se calcula que uno de cada cuatro enfermos de sida del mundo es atendido en una institución de la Iglesia Católica y la OMS afirma que el 70% de los servicios de salud que se prestan en África son realizados por organizaciones religiosas.
En este Día Mundial del Sida, escucharemos grandes discursos de quienes encuentran en el VIH solo un motivo más para hacer ingeniería social, promover colonizaciones ideológicas o simplemente hacer postureo. Yo, con el aval de mi experiencia, me quedo con las sencillas palabras de quienes no tienen potentes terminales mediáticos ni lobbies que juegan con cartas marcadas. Me quedo con el vacío de Paqui ante la pérdida de un nuevo acogido y el repelús de Sor Juana al atender a un nuevo paciente. Ellas sí que saben sobre el sida y la Iglesia.
Periodista. Licenciado en Ciencias de la Comunicación y Bachiller en Ciencias Religiosas. Trabaja en la Delegación diocesana de Medios de Comunicación de Málaga. Sus numerosos "hilos" en Twitter sobre la fe y la vida cotidiana tienen una gran popularidad.