El ser humano, hackeado

Si quieren hackearnos, las máquinas saben qué puerto de entrada tenemos abierto desde que comimos la manzana: la necesidad de afecto, de atención, de reconocimiento.

15 de marzo de 2024·Tiempo de lectura: 4 minutos

Foto: @pexels

Confieso que tengo miedo al comenzar a escribir este artículo. Sé que puede levantar ampollas en quien no piense como yo, pero me siento en la necesidad de decirlo: la Inteligencia Artificial (IA) va a acabar con la humanidad.

Y no, no me refiero a un exterminio de tipo violento como el cine de Hollywood ha inoculado en el imaginario colectivo. No va a hacer falta que las máquinas programen el armagedón nuclear ni que construyan terminators más o menos letales.

No será una supuesta toma de conciencia de las computadoras la que nos destruya al considerarnos enemigos, sino precisamente su lealtad, su amistad y su afán por cumplir con todos nuestros deseos la que nos llevará a aceptar la más dulce y placentera de las muertes ante la cual no experimentaremos ningún tipo de rebeldía.

A pesar de estar aún en pañales, a poco que haya utilizado algunas de las herramientas de IA más populares que empresas como OpenAI o Microsoft han puesto a disposición de los usuarios de forma gratuita, habrá experimentado la sensación de contar con un fiel amigo, un compañero de trabajo o estudios dispuesto a ayudarle en todo lo que necesite, a sacarle de apuros, a acompañarle en los momentos difíciles o a complementarle en ese aspecto que se le da peor. Es educado, agradable en el trato, jamás se cansa y, cuando uno le pide una critica, lo hace de forma constructiva porque no trata de ponerse por encima de uno. ¡Es un socio ideal!

La «personalidad» de estos chats robóticos no es casual. Es el fruto de una programación que les ha enseñado a descubrir lo que nos agrada y lo que nos desagrada. La máquina aprende, usuario a usuario, conversación a conversación, a ser cada vez más amable y resolutiva, más «como nos gusta» que sea.

A poco que sigamos entrenándola con nuestros gustos y la IA vaya satisfaciendo necesidades tan simplemente humanas como ser escuchados y vaya siendo capaz de imitar cada vez mejor las emociones ¿quién nos asegura que no se empiecen a crear vínculos afectivos con las máquinas? A quien desee reflexionar más sobre el tema le recomiendo ver en plataformas la película The Creator

Mientras llega o no el futuro distópico que describe la cinta, la prueba de que los seres humanos somos capaces de crear vínculos afectivos fortísimos con otros seres no humanos hasta límites insospechados la tenemos en la cada vez mayor importancia de los animales de compañía en nuestras vidas (aquí es donde me meto en terreno resbaladizo).

Las mascotas han sustituido ya, de hecho, a la propia familia y el aumento del número de hogares con perros es directamente proporcional al número de hogares sin hijos. Hay quien quiere a su mascota más que a su pareja y no me cabe duda de que muchos dueños matarían o incluso morirían por ellos. Algunos ya califican, sin ambages, al ser humano como la mayor de las plagas a la que combatir.

El amor por los animales es precioso, indica respeto a la creación y al resto de la humanidad, pero ¿por qué tenemos perros y no lobos en casa siendo ambas criaturas igual de bellas y dignas? Por una sencilla razón: la evolución del perro desde el lobo ha sido guiada durante siglos por el hombre, que lo ha domesticado, lo ha humanizado. Nos encontramos, pues, con una especie entrenada (como hacemos ahora con la inteligencia artificial) para dar gusto a los seres humanos.

Los ejemplares menos empáticos, menos dóciles, han sido eliminados históricamente alentando la reproducción de los más cariñosos y agradecidos, los menos egoístas, los más útiles para nuestras necesidades. Hay que recordar que los animales no son libres, actúan por instinto, y que ese instinto se transmite por vía genética. Por lo tanto, cuando uno se siente querido por su perro, tiene que ser consciente de que hay trampa.

El amor necesita libertad, pero en cierta medida los perros están programados para querernos, porque ha habido otros seres humanos que se han encargado de «cocinar» la especie que lleva consigo ese (y no otro) instinto. Por eso, personas que no se sienten queridas por nadie (puede incluso que algunos seamos ciertamente insoportables) encuentran mágico el amor incondicional de su mascota. Lo confunden con lo que de verdad merecerían, el amor de las personas que lo rodean.

Dicen los expertos que el cerebro humano no discrimina y segrega la misma hormona del apego, la oxitocina, ya se intercambien caricias con un humano o con un perro. Y no les quepa duda, las máquinas saben también darnos chutes de oxitocina porque están programadas para hacernos felices. Intenten, si no, quitarle el apego al móvil a un adolescente. ¿A que no es fácil?

Si quieren hackearnos, las máquinas saben qué puerto de entrada tenemos abierto desde que comimos la manzana: la necesidad de afecto, de atención, de reconocimiento. Nadie puede llenar el inmenso vacío de amor que alberga nuestro corazón sino el que es Amor infinito. 

Detrás del excesivo apego por los animales o del que ya estamos comenzando a ver por las máquinas, no hay más que un amor a nosotros mismos, a nuestra propia satisfacción egoísta, no abierta a la alteridad. Un amor cuyos reflejos hipnotizantes nos llevarán, como a Narciso, al fondo del estanque.

Los perros (sin culpa por su parte) ya han dejado el número de individuos de la especie humana en mínimos ¿Qué no será capaz de hacer el nuevo mejor amigo del hombre? 

El autorAntonio Moreno

Periodista. Licenciado en Ciencias de la Comunicación y Bachiller en Ciencias Religiosas. Trabaja en la Delegación diocesana de Medios de Comunicación de Málaga. Sus numerosos "hilos" en Twitter sobre la fe y la vida cotidiana tienen una gran popularidad.

Newsletter La Brújula Déjanos tu mail y recibe todas las semanas la actualidad curada con una mirada católica