Asociamos la palabra Navidad con un árbol decorado con decenas de regalos para desenvolver alrededor de él, o con una bonita chimenea encendida con calcetines encima de las que sacar los distintos regalos. El verdadero regalo, como todos sabemos, no es el objeto material, sino el deseo de compartir algo de nosotros mismos o de mejorar algún aspecto de nuestros seres queridos. Más que el objeto material, el regalo envuelto nos ayuda a dar la sorpresa y el asombro que hoy parecen ser las emociones más difíciles de experimentar.
La maravilla de la anticipación, de la imaginación que sueña, inventa y crea, está en ese papel de colores que envuelve los regalos. Al igual que los paños que envolvían a Jesús protegían y salvaguardaban el Don de un Dios hecho hombre, o mejor dicho, infante, niño, indefenso y desarmado, cuando desvelamos el regalo de su papel, quitamos el velo -lo «desvelamos»- y ese mismo gesto nos lo revela como un regalo.
El momento del regalo, nunca es sólo el objeto en sí, sino que es compartir juntos el momento en el que la sorpresa del que recibe se encuentra con la esperanza, para el dador, de haber comprendido algo importante sobre el alma del que tiene delante. Los paños con los que María envuelve a su Hijo para entregarlo a la humanidad en el pesebre no pretenden ocultar a Jesús, sino protegerlo. Del mismo modo, el papel de nuestros regalos protege nuestro amor de la precipitación y la superficialidad con la que demasiado a menudo arruinamos muchas de nuestras relaciones a lo largo del año.
El regalo tiene la cualidad de la gratuidad, es decir, muestra un amor desinteresado. Significa que la gratuidad califica al amor: el amor sólo es tal si se puede decir que es gratuito. Pero cuando la gratuidad se encarna en un don, expresa un amor que, sin querer nada a cambio, piensa que los demás deben comportarse de la misma manera. Si acojo en mi casa al hijo de un amigo que viene a mi ciudad para una competición, espero que me dé las gracias. Esto no significa una obligación de dar algún tipo de «reciprocidad» (que es posible, pero no en términos de deber, de lo contrario estaríamos en el escenario de un mero trueque, o incluso de una relación «mafiosa»), sino el reconocimiento de que este comportamiento ha sido humano y por lo tanto, cuando mi amigo sea capaz, también hará algo similar en su ciudad.
Por eso, en Navidad -puede ser Reyes, San Nicolás o Santa Lucía: no importa…. – todos nosotros, aunque seamos ateos, agnósticos o incluso de otras religiones, intercambiamos regalos. Porque, aunque no creamos que la Navidad es el cumpleaños del Salvador, todos sentimos que la Navidad es el cumpleaños de todos y cada uno de nosotros.