Aquella película, que luego generó una serie de televisión y en la actualidad es una gran franquicia, marcó muy profundamente mi infancia. El Planeta de los Simios narraba una distopía en la que la especie humana había sucumbido ante la superioridad de los simios que dominaban la tierra en un imaginario futuro. En el origen, el gran fallo del hombre desde Adán y Eva: querer ser como Dios, esta vez mediante el mal uso de la ingeniería genética y la energía nuclear, para acabar dándose cuenta de que se está desnudo.
El ser humano, hecho a imagen y semejanza de Dios, tiene poder para dar la vida y para quitársela, para reproducirse o para extinguirse. Es el único ser vivo que puede saltarse la ley de la autoconservación, que toda la creación lleva inscrita, para seguir la ley de la autodestrucción. Creados para la vida, en nuestra libertad somos capaces de condenarnos a la muerte. Eso es en realidad lo que, en términos teológicos, denominamos pecado, aunque la palabra en el lenguaje popular tenga otras connotaciones muchas veces erróneas.
El ser humano, hecho a imagen y semejanza de Dios, tiene poder para dar la vida y para quitársela, para reproducirse o para extinguirse
Antonio Moreno
El mundo distópico que nos ha tocado vivir en este 2020-2021, con virus mutantes que amenazan a la familia humana, nos ha hecho recapacitar sobre la fragilidad de nuestra especie y sobre la posibilidad real de que las fábulas hollywodenses se terminen convirtiendo en algo más que en un entretenimiento.
Valga esta introducción como argumento para explicar por qué la otra noche me costó trabajo conciliar el sueño tras leer este dato: en España existen 6,2 millones de niños menores de 14 años mientras que hay registrados más de 7 millones de perros. La ilusión de las parejas jóvenes ya no es tener descendencia, sino compartir un perro. El ser humano nace, crece, adopta un perro y muere sin dejar rastro. Esta es la realidad del hombre y de la mujer del siglo XXI, condenados a una vida de perros donde el amor de una familia, que se abre a la eternidad, se sustituye por el afecto sin compromiso de animales adorables.
Y es que no hay que olvidar que el perro es una especie creada por los humanos, cruzada durante generaciones para conseguir satisfacer nuestras necesidades y, hoy en día, la necesidad más básica (fíjense en la tan cacareada sociedad del bienestar) es el afecto.
En esta Jornada Mundial de Oración por el Cuidado de la Creación me vienen a la mente las palabras del papa en Laudato si’: «No puede ser real un sentimiento de íntima unión con los demás seres de la naturaleza si al mismo tiempo en el corazón no hay ternura, compasión y preocupación por los seres humanos. Es evidente la incoherencia de quien lucha contra el tráfico de animales en riesgo de extinción, pero permanece completamente indiferente ante la trata de personas, se desentiende de los pobres o se empeña en destruir a otro ser humano que le desagrada».
Y ante las desigualdades de nuestro mundo, ante la superioridad de la cultura del descarte, que desprecia a los pobres, a los ancianos, a los enfermos y a los niños, mientras que supuestamente ama cada vez más a los animales; se me viene a la cabeza aquella escena final de la película con la que abrí el artículo: Un magistral Charlton Heston descubre al fin que, tras la destrucción de la raza humana no hay otro culpable que el propio hombre en el uso de su libertad. Y a cuatro patas, tirado como un perro en la orilla de la playa mientras es sacudido por las olas, exclama: «¡Maniáticos! ¡Lo habéis destruido! ¡Yo os maldigo!».
Periodista. Licenciado en Ciencias de la Comunicación y Bachiller en Ciencias Religiosas. Trabaja en la Delegación diocesana de Medios de Comunicación de Málaga. Sus numerosos "hilos" en Twitter sobre la fe y la vida cotidiana tienen una gran popularidad.