Y el Papa ha ido a su encuentro, en la calle, cerca de los lugares preferidos por los que carecen de techo, con los coches de la Limosnería: si tú no vienes, voy yo. Porque el protagonista de mi bien es quien padece necesidad. En Roma se dice: “ata el asno donde quiere el amo”. Y si el amo es un vagabundo que no quiere un techo sino sólo un modo de protegerse del frío, el Papa le presta un coche. Es ayudar sirviendo, es decir, ayudar amando.
Cuando hacemos el propósito de ser mejores no tenemos que pensar primero en el objeto a regalar, sino a quién queremos hacer el bien. Si quiero regalar un techo a un sin techo puede suceder que el sin techo no lo quiera. Entonces no le explico por qué está equivocado, sino que saco el coche del garaje y se lo presto por la noche. Si viviésemos así el servicio al otro tendríamos verdadera autoridad, seríamos de verdad “regios”, viviríamos verdaderamente el ministerio sacerdotal ordinario del bautismo: servir.
No hemos de esforzarnos por mejorar nosotros mismos, sino querer al otro: esto es –paradójicamente, diría Viktor Frankl- el único modo auténtico de mejorar nosotros mismo. Si mi atención se dirige al destinatario último de mi acción, al final el verdadero beneficiario del propósito soy yo, mi alma, mi corazón, mi vida. Entrar en el orden de ideas de ayudar ahora, en lo pequeño, en lo concreto, al otro, con aquello que tengo, es además el único modo de no transformar los buenos propósitos en buñuelos de viento. Un buen propósito se cumple velozmente. Un buen propósito está hecho con lo que tenemos, con lo que somos.