El maletín de la paz

El Evangelio, que nos enseña a no devolver mal por mal, sino a vencerlo a fuerza de bien, porque toda guerra es una derrota.

16 de octubre de 2023·Tiempo de lectura: 3 minutos

El horror de la guerra vuelve a interpelar a cada ser humano del planeta. Si estuviera en nuestra mano acabar con los conflictos en Israel, Ucrania, Sudán o Burkina Faso… ¿Lo haríamos? ¿Y por qué no empezamos llevando ya la paz a nuestras guerras particulares?

Y es que todos, hasta el más pacifista, estamos en estado de guerra permanente; porque no hace falta llegar a empuñar armas para odiar, para matar en nuestro corazón a una persona: a nuestro ex, a la vecina que nos fastidia la vida, al compañero de trabajo que no tragamos, al socio que nos dejó colgado aquel negocio… No soy yo el exagerado al comparar el asesinato con la simple inquina, sino un Galileo que, allá por el siglo I, afirmó: «Habéis oído que se dijo a los antepasados: “No matarás”; y aquel que mate será reo ante el tribunal. Pues yo os digo: Todo aquel que se encolerice contra su hermano, será reo ante el tribunal».

Y es que no hay guerra entre naciones que no haya comenzado con un simple mal gesto entre dos, con un desprecio, con una pequeña envidia o con una presunción fuera de la realidad. Aquellas pequeñas semillas de mal que prendieron un día en una o dos personas fueron germinando entre los miembros de las familias más cercanas a los implicados, luego enraizaron en sus pueblos, más tarde brotaron violentamente a nivel nacional, hasta que en ocasiones extendieron sus ramas a escala mundial. En cada uno de nosotros, anidan miles de estas semillas aparentemente inofensivas pero que, en determinados caldos de cultivo, tienen potencialidad para reproducirse, como los virus, a una velocidad pasmosa.

Por eso Dios, que es quien mejor nos conoce, porque nos ha creado y porque se ha hecho uno de nosotros para experimentar hasta nuestro último sentimiento, exigió a través de su Hijo a sus discípulos presentar la otra mejilla y amar a los enemigos. Y lo cumplió hasta sus últimas consecuencias.

Es lamentable contemplar cómo en nuestras sociedades aparentemente avanzadas crece la violencia de una forma desproporcionada en las familias, en los colegios, en los centros de salud, en el tráfico… Tras la falsa ilusión de cambiar a Dios por un progreso que nos haría más libres, más ricos y con menos problemas, generaciones enteras están descubriendo ahora solo humo.

Somos cada vez más esclavos de los poderosos, que controlan hasta la hora en la que entramos al baño gracias a los móviles; la inteligencia artificial, en manos de esos mismos pocos, sumirá en la pobreza a gran parte de los actuales profesionales; y el problema esencial del ser humano, que es sentirse amado para siempre, no ha sido resuelto por la revolución sexual que ha reducido el amor al enamoramiento pasajero. Así que, claro, la gente está mosqueada.

En su última exhortación apostólica Laudate Deum el papa apunta al paradigma tecnocrático como culpable de muchos de los problemas actuales, entre ellos el medioambiental: «hemos hecho impresionantes y asombrosos progresos tecnológicos, y no advertimos que al mismo tiempo nos convertimos en seres altamente peligrosos, capaces de poner en riesgo la vida de muchos seres y nuestra propia supervivencia. Cabe repetir hoy la ironía de Soloviev: “Un siglo tan avanzado que era también el último”. Hace falta lucidez y honestidad para reconocer a tiempo que nuestro poder y el progreso que generamos se vuelven contra nosotros mismos».

La polarización ideológica azuzada por una clase política autorreferencial que pocas veces parece trabajar por el bien común, promueve el enfrentamiento entre personas que, en otro clima, estarían sin duda abiertas al diálogo y al consenso.

Incluso dentro de la Iglesia Católica surgen los bandos que, lejos de proponer las mejoras legítimas que se creen necesarias, alimentan el ataque personal a quien no piensa como yo, con un lenguaje incendiario y con el ánimo de hacer daño a las personas.

Si defendemos una postura eclesial junto a nuestros amigos y contra los que no son como nosotros ¿Qué hacemos de extraordinario? –Nos diría Jesús– ¿no hacen eso mismo los gentiles?

Dicen que los presidentes de las grandes potencias nucleares llevan siempre consigo un maletín desde el que pueden ordenar el lanzamiento de sus misiles.

Nosotros también llevamos un maletín mucho más potente, el maletín de la paz, el Evangelio, que nos enseña a no devolver mal por mal, sino a vencerlo a fuerza de bien, porque toda guerra es una derrota. Lo usó Jesús en la noche en que fue capturado y le dijo a Pedro que guardase la espada en la vaina.

¡Es tan fácil clamar contra las guerras ajenas y tan difícil ser cortafuegos en la que tenemos entre manos! Si Dios hace salir el sol para buenos y malos, ¿quién soy yo para decir mal del otro, para decir que mi vida es más valiosa que la suya?

Solo la oración sincera del Padrenuestro, que me pone frente a quien es más que yo y junto a quienes son mis iguales, es capaz de ponerme en mi lugar y de llevarme a odiar solo el enfrentamiento con mis hermanos, toda guerra que no viene sino a acabar conmigo mismo y con la humanidad.

Es lo mismo que expresa el Papa en su conclusión de Laudate Deum: «”Alaben a Dios” es el nombre de esta carta. Porque un ser humano que pretende ocupar el lugar de Dios se convierte en el peor peligro para sí mismo».

El autorAntonio Moreno

Periodista. Licenciado en Ciencias de la Comunicación y Bachiller en Ciencias Religiosas. Trabaja en la Delegación diocesana de Medios de Comunicación de Málaga. Sus numerosos "hilos" en Twitter sobre la fe y la vida cotidiana tienen una gran popularidad.

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