Desde que falleció mi padre, no había vuelto a abrir el contenedor de plástico en el que mi madre me había enviado las cosas que pensó que me interesarían: algunas fotos, su gorra marinera, varios libros… ¡Pero no había visto aquel paquete con mi nombre escrito en él!
El corazón me dio un vuelco al reconocer la letra de mi padre. A todas luces, por su peso y tamaño, parecía un libro, pero, ¿cuál sería? ¿Tendría alguna dedicatoria? ¿Y por qué, en tantos años, mi madre no me había hablado de su existencia?
Ya habría tiempo de buscar un culpable; lo importante entonces era ver qué contenía. Mis manos temblorosas apenas atinaban para deshacer el lazo del cordel y romper el papel kraft del envoltorio. Dentro, un viejo cuaderno de amarillentas hojas cuadriculadas. En la portada, pegada, una tarjeta de cartulina con un título mecanografiado: El libro de la vida. El bloc olía a pegamento Imedio y, al hojearlo, vi que contenía numerosos recortes de prensa y fotografías.
En la primera página había escrito: «Querido hijo: Te quiero. Te he querido desde el momento en el que tu madre y yo nos enteramos de que venías de camino. Te he querido durante los maravillosos años en los que compartiste un sitio en nuestro hogar. Te he querido cuando ya partiste a fundar tu propia familia. Y ahora, que ya no estoy entre vosotros, te sigo queriendo por toda la eternidad. Pero como desde aquí no puedo comunicarme contigo, he pensado dejarte por escrito este libro para que pueda servirte de guía y sostén en tu día a día».
Cada página del cuaderno era una auténtica maravilla. Historias y relatos de nuestra familia que explicaban muchas de mis manías y obsesiones; consejos para llevar adelante el matrimonio, el trabajo o la educación de los hijos; palabras de consolación ante el fracaso, de aliento para momentos de horas bajas, de sobriedad ante el éxito… ¡Cuánta sabiduría regalada en aquellas páginas! Y todo ello explicado con humildad, sin tratar de imponer, sino con la dulzura y pedagogía de un padre amoroso, como era él. No era el diario de un narcisista, sino un generoso regalo hecho de retazos de vida.
Pasé toda la tarde leyendo cada advertencia, sorprendiéndome con cada detalle marcado con rotulador rojo en las fotografías, aprendiendo sobre la naturaleza humana con cada comentario a las noticias recortadas… En la última página, había dibujado un camino que se perdía en un horizonte detrás del cual destellaban rayos de luz. Al pie de la ilustración, la frase: «espero que algún día llegues por tu propio camino a la luz que yo ya he encontrado; y que así puedas tú también ser lámpara para tus hijos». Lloré, reí, pero sobre todo me sentí muy, muy amado.
Devolví todos los recuerdos a la caja de almacenamiento para subirla de nuevo al trastero, pero el cuaderno lo llevé hasta la librería de mi dormitorio con la intención de poder regresar a él cuando se me antojara. Al colocarlo en el hueco de la repisa, me fijé en que, justo al lado, estaba la vieja biblia edición de coleccionista que él me regaló cuando me casé y que tanto me insistía en que leyera de vez en cuando. Una fina capa de polvo cubría su funda de piel. No sé cuántos años llevaría allí, intacta.
Me picó la curiosidad, la desenfundé, abrí una página al azar y mi mirada se paró, sin saber por qué, en uno de sus versículos: «Lámpara es tu palabra para mis pasos, luz en mi sendero».
Sonreí.
Tal vez había tenido dos libros de la vida todo este tiempo… y apenas ahora empezaba a saberlo.
Periodista. Licenciado en Ciencias de la Comunicación y Bachiller en Ciencias Religiosas. Trabaja en la Delegación diocesana de Medios de Comunicación de Málaga. Sus numerosos "hilos" en Twitter sobre la fe y la vida cotidiana tienen una gran popularidad.