«Pero solo tu voz escucho y sube / tu voz con vuelo y precisión de flecha». La voz tiene este poder práctico, como resume Neruda en estos versos: hace que la palabra sea audible y especial, y sabe asignarle su propia singularidad, una singularidad propia de la persona que la pronuncia.
La voz, combinación de sonidos distintivos, memoria y emociones, madura en nuestro interior, sube desde los pulmones hasta la garganta, hasta salir disparada de la boca como una flecha hacia su objetivo, entra en el espacio común y llega a los demás, revelando no sólo lo que pretendemos decir, sino también lo que nos gustaría ocultar. En esto la voz es leal, demasiado leal a nosotros, hasta el punto de traicionarnos.
En latín, vox significa sonido, tono, y es como un puente que une dos orillas, permitiendo una relación. Utilizada a menudo como sinónimo de palabra, de juicio y de sentencia, vox indica también el canto, como el de las sirenas (Sirenum voces), e incluso el encantamiento: en Horacio las voces sacrae son fórmulas mágicas, medios de curación. Una voz también puede curar, parece sugerir el poeta.
Tan íntima para nosotros, ha acabado siendo expoliada por una serie de refranes populares: «pasar la voz», «oír la voz», «dar la voz», «dar voz a los que no la tienen», todas ellas expresiones que despliegan su potencial relacional. O utilizamos la voz del corazón y la voz de la sangre, como si nuestros órganos mismos quisieran ser escuchados, directamente, sin mediación.
Se entiende inmediatamente que está destinado a la palabra. Pero en este destino ejerce un magnetismo particular: defiende a las palabras de la deriva a la abstracción, como si fueran nubes que vuelan sobre nuestras cabezas sin importarnos, buenas para hacer columnas como ésta, y nos libera del riesgo del logocentrismo, haciendo que nuestra forma de hablar sea (precisamente) concreta, corpórea. Con su particular «minuciosidad», la voz es la corporeidad del decir que se sitúa entre el cuerpo y la palabra, es el intercambio entre el cuerpo y la palabra.
Sólo plantea una condición: pedir que se le escuche. Y al presumir la escucha, se abre al reconocimiento de la diferencia: la palabra que me diriges no está separada de lo real, porque la dices ahora. Única como tú, como la curiosidad que alimenta, como la relación que se establece con lo otro.
Había una vez un rey, nos dice Calvino, que para no arriesgarse a perder su poder, acabó reduciéndose a un prisionero en su palacio, sentado en su trono y aferrado a su cetro. Bloqueado por el miedo a ser víctima de una conspiración, sólo se dedicó a una actividad, la de escuchar, que pronto se convirtió en una obsesión por controlar cada pequeño ruido. Hasta que escuchó una voz cantando… Una voz que provenía de una persona, única e irrepetible como todas las personas. Calvino subraya: una voz que siempre manifiesta lo que la persona tiene más oculto y más verdadero.
Esa voz cambió el destino del reino. ¿Cómo? En la fuerza de una intuición del rey: la voz señalaba que había una persona viva, garganta, pecho e historia, diferente a todas las demás, que le invitaba a salir de sí mismo, de su jaula. Y la escuchó.
Le pasa a un rey y nos puede pasar a nosotros.
El placer que la voz produce en el propio existir atrae y conmueve. Nos induce a pensar que la nuestra es diferente de cualquier otra y está invitada a expresarse, a intercambiar. Podría ser el comienzo de una nueva conciencia de lo que significa estar en el mundo, de lo que es una relación.
La voz tiene una última característica: resiste al tiempo, queda impresa en la memoria auditiva y sigue haciéndonos compañía aunque su dueño la pierda o se aleje. Este debe ser su hechizo.
Licenciada en Letras Clásicas y doctora en Sociología de la Comunicación. Directora de Comunicación de la Fundación AVSI, con sede en Milán, dedicada a la cooperación al desarrollo y la ayuda humanitaria en todo el mundo. Ha recibido varios premios por su actividad periodística.