En los relatos de la Resurrección de Jesús, hay un detalle que no debería pasarnos desapercibido si nos interesa saber si es razonable creer en pleno siglo XXI. ¿Por qué quienes vieron cara a cara al resucitado no lo reconocieron de primera hora?
Los evangelios recogen este fenómeno en varias ocasiones: María Magdalena, llorando a los pies del sepulcro, lo confundió con un hortelano; los dos de Emaús lo acompañaron durante una larga caminata y no lo reconocieron hasta llegada la noche, al partir el pan; incluso los más íntimos, sus propios discípulos, fueron incapaces de reconocerlo cuando estaban pescando y él apareció en la orilla del lago.
Dejando para otro día la reflexión sobre las misteriosas capacidades del cuerpo glorioso de Jesús, centrémonos en su significado: la resurrección del de Nazaret puede ser un hecho histórico comprobado por mil y una fuentes, podemos tenerlo delante de nosotros, incluso conversar con él; pero, si no damos el paso de creer, seremos incapaces de verlo, incapaces de reconocerlo.
¿Por qué pasa esto? ¿Por qué el acontecimiento más trascendental de la historia de la humanidad (la constatación de que la muerte es solo un paso hacia otra forma de vida) no se hace más evidente? ¿Por qué Dios ha preferido pasar desapercibido para la mayoría de la población mundial y se ha mostrado solo a unos pocos?
La solución fácil ya se la había sugerido el tentador tras los 40 días en el desierto. Lo puso en el alero del templo de Jerusalén y le dijo: «Si eres Hijo de Dios, tírate de aquí abajo, porque está escrito: “Ha dado órdenes a sus ángeles acerca de ti, para que te cuiden”». Si le hubiera hecho caso, todo el mundo habría creído en él enseguida y de forma innegable. ¿Por qué no hizo de la fe un espectáculo? ¿Por qué Dios, siendo Dios, no se muestra de forma sensacional, clara e incuestionable? ¿Por qué, si ama al hombre, no hace uso de su poder para que todo hombre crea en él y se salve?
Para tratar de entender a Dios, lo mejor que podemos hacer es ponernos en su lugar y verlo desde su perspectiva. Dios es amor, y el amor necesita un consentimiento libre, no forzado. Por eso, un matrimonio en el que se descubre que alguno de los cónyuges ha ido obligado o tiene intereses ocultos se dice que es nulo, no ha existido. No ha sido verdadero porque no ha habido amor, sino interés o miedo. Igualmente, Dios nos ama y como buen amante desea ser correspondido, pero ha de dejarnos la libertad necesaria para que esta correspondencia sea verdadera. Creer por interés o por miedo no es creer, es fingir. La fe, que no es otra cosa que amar a Dios sobre todas las cosas, ha de ser una respuesta libre y personal a la propuesta que él nos hace. La omnipotencia de Dios se demuestra en su capacidad de hacerse pequeño, insignificante, hasta rebajarse a la altura del ser que ama para poder ser correspondido… o no.
Por eso llevamos 2.000 años celebrando la Pasión, Muerte y Resurrección de Jesucristo y para muchos no deja de ser más que un excelente motivo para pasar unos días de vacaciones al inicio de la primavera o, si acaso, para disfrutar de las manifestaciones culturales que dicha conmemoración conlleva. Ese acontecimiento no cala, porque no ha habido encuentro con la persona viva de Jesús, que ha pasado delante de nosotros y no lo hemos reconocido.
Es el misterio de la libertad con la que él nos creó y que tantas veces desfiguramos con nuestro lenguaje. Hablamos de libertad de expresión, por ejemplo, pero cancelamos a quien no se ajusta a la norma; hablamos de libertad sexual, pero a costa de matar a los concebidos por esa causa pero que no nos interesa que nazcan; hablamos de libertad de decidir una muerte digna, cuando en realidad obligamos a suicidarse a quien no quiere sufrir porque no les damos alternativas; nos jactamos de ser sociedades libres, pero miramos para otro lado ante las situaciones de trata, o de trabajo precario; proclamamos una educación en libertad, pero dejamos que las tecnológicas esclavicen a nuestros hijos; fardamos de libre mercado, pero explotamos a los países más pobres; competimos por ser los países con más libertades, pero impedimos la entrada de quienes no tienen más remedio que huir de la falta de libertad en sus países; nos enorgullecemos de avanzar en libertades sociales a costa de destruir la familia como núcleo de crecimiento de las personas en amor y libertad.
La libertad nunca destruye, nunca hace mal, nunca mira para otro lado, sino que se implica, construye, ama sin esperar. El mayor acto de libertad jamás consumado es el de Jesús dando su vida por toda la humanidad. Con su resurrección, él nos ha hecho libres rompiendo las cadenas de la muerte. La libertad nos hace libres en la medida en que transforma la vida de una persona y la lleva a buscar el bien común.
El Papa Francisco ha recordado que «para ser realmente libres, necesitamos no solo conocernos a nosotros mismos, a nivel psicológico, sino sobre todo hacer verdad en nosotros mismos, a un nivel más profundo. Y ahí, en el corazón, abrirnos a la gracia de Cristo».
Es lo que hicieron la Magdalena, los de Emaús, los discípulos para conocerse interiormente y ver que tenían delante de sus ojos al mismísimo Dios. Quizá usted lo haya tenido delante en varias ocasiones a lo largo de su vida y no lo haya visto. Quizá lo tenga ahora mismo delante y no lo vea. Recuerde que solo la verdad nos hace libres. ¡Feliz día de la libertad! ¡Feliz Pascua de Resurrección… o no!
Periodista. Licenciado en Ciencias de la Comunicación y Bachiller en Ciencias Religiosas. Trabaja en la Delegación diocesana de Medios de Comunicación de Málaga. Sus numerosos "hilos" en Twitter sobre la fe y la vida cotidiana tienen una gran popularidad.