A lo largo de la historia han aparecido diferentes discusiones en las que se trataba de dilucidar la igualdad o la desigualdad radical entre los seres humanos. Se discutía si la mujer, o si los negros, indios y esclavos en general eran personas o no. En la actualidad, dichas discusiones nos parecen aberrantes, aunque no podemos decir trasnochadas. Hoy se vuelve a cuestionar la dignidad personal de los seres humanos en el inicio y al final de la vida en donde las determinaciones personales son más frágiles, bien porque la potencialidad del sujeto no se expresa todavía a nivel personal o porque el sujeto corre el riesgo de caer en simple estado de vida biológica. Por tanto, también hoy es necesario abordar seriamente la cuestión de la igualdad radical de todos los seres humanos y afirmar la igualdad de derechos y de naturaleza de los seres humanos no nacidos, o nacidos con alguna deficiencia notable, de los enfermos que suponen una carga para la familia o para la sociedad, de los deficientes mentales, etc. Es esta la cuestión que abordaremos.
Actualmente se quiere responder a la cuestión de la dignidad desde una óptica inmanente, cimentada en una antropología individualista, materialista y subjetivista que conlleva hacer depender la dignidad del ser humano exclusivamente en las manifestaciones corporales visibles, olvidando la dimensión espiritual del ser humano. Está claro que a la sombra del materialismo, el hombre nunca llegará a ser más que un ilustre simio o el individuo de una especie egregia, pero que, por no ser nada, podrá ser clonado, manipulado, producido y sacrificado, en el inicio o en el final de su vida, en aras de la colectividad, cuando parezca requerirlo el bienestar o la simple voluntad de la mayoría o minoría dominante. En esta visión, la persona en los estados límites de su existencia no es más que un accidente de la otra persona, hoy del cuerpo de la madre, mañana de éste o aquel grupo social, político o cultural.
Frente al subjetivismo, tenemos que objetar que la realidad no es algo subjetivo, sino que hay en toda realidad algo objetivo, que marcará el plano axiológico. La dignidad de la persona no depende sólo de su cuerpo visible, sino de su espíritu invisible, que la hacen singular, única e irrepetible, es decir, toda persona es un alguien que tiene algo de indecible, de misterioso, que configura un espacio sacro inviolable.
El hombre, por el hecho de ser persona posee una verdadera e insondable excelencia. Y la excelencia o dignidad la tiene con independencia de que sea o no consciente de ella, y del juicio que se haya formado sobre el asunto, porque no es el juicio del hombre lo que hace la realidad, sino la realidad la que fecunda el pensamiento y presta veracidad a sus juicios. Aquél que existe en sí, también el concebido, no tiene necesidad del permiso de vivir. Toda decisión de los otros sobre su vida es una ofensa contra su identidad y contra su ser.
La persona, por un lado, es un individuo confiado al cuidado y responsabilidad de su propia libertad. Por otro, debido a que en su estructura constitutiva radica su condición social, podemos afirmar que el ser humano nunca está solo, ni puede afirmar de forma absoluta la propiedad de su vida. Por tanto, la relación del médico con el enfermo debe tener en cuenta que sus decisiones no sólo pertenecen a la esfera de lo privado, sino que tienen una doble responsabilidad con la sociedad: el médico al ser depositario de la profesión por excelencia tiene una enorme responsabilidad social, política y humana; el enfermo al no ser una isla en medio del océano, sino un miembro de la sociedad humana debe tener presente que por encima del bien individual está el bien común, que incluye el respeto a la integridad física de la vida de todas las personas, incluso la propia.
Una mentalidad que no defiende al hombre del puro hacer técnico y lo convierte en un objeto más del dominio de la técnica no sirve para responder a los nuevos desafíos éticos que plantea el avance tecnológico, ni para humanizar una sociedad cada vez más amenazada por el egoísmo y alejada del espíritu del buen samaritano.
A su vez, como recoge el documento de los ancianos y no se cansa de repetir el Papa, es necesario una sociedad que ponga al centro a los mayores que impida seguir imponiendo una sociedad del descarte y del consumo donde los débiles son rechazados y la persona humana sometida al poder del deseo y de la técnica.
En conclusión, podemos afirmar que hoy nadie niega en teoría que el hombre es persona y en razón de su ser personal tiene una dignidad, un valor único y un derecho a ser respetado. El problema en el debate bioético actual es verificar si la referencia a la dignidad de la persona se fundamenta en una adecuada y verdadera visión del ser humano, que constituye el principio fundamental y el criterio de discernimiento de todo discurso ético.
Obispo de Canarias. Presidente de la Subcomisión Episcopal Familia y Defensa de la Vida.