Por el camino avanza un hombre joven, apenas veinte años, lleva del ronzal un borrico con su albarda y unos serones en los que transporta lo imprescindible para el viaje. Encima del animal, orgulloso de su carga, una mujer, casi una niña, casi cumplida, si no lo está ya. José, preocupado, no deja de mirar atrás, hacia su esposa virgen: “¿Vas bien?, ¿quieres que descansemos?”. “Tranquilo José, sonríe María, el Niño y yo vamos bien. Creo que el paso cansino del borrico lo ha dormido. Ya apenas se mueve”; pero José no se tranquiliza.
En el pueblo hay demasiado alboroto. Buscan un sitio más tranquilo en el que disfrutar su intimidad. Llegan a una cueva acondicionada para establo y aperos, allí se quedan.
Casi todo lo dispone la Providencia Divina. Casi todo porque hay cosas que el Señor deja que las organice su Madre y ahora que el parto parece inminente es Ella quien toma la dirección.
Mientras José se ocupa de quitarle el aparejo al borrico y meter las cosas dentro, María limpia y ordena el establo. Aparta la paja sucia y prepara un suelo de paja limpia sobre la que esparce romero, a modo de alfombra. Al fondo hay un pesebre que rellena con su manto mullido como colchón, sobre él extiende un paño de hilo que le había preparado su madre. Serán los corporales que acogerán al Niño.
Terminados los preparativos se sientan, por fin, a descansar. Al fondo una mula, tercamente dócil, y un buey, de brava mansedumbre, asombrados, les dan protección y ofrecen compañía. Sentados en el suelo, cogidos de la mano, José y María hablan en voz baja.
Estaban los dos hablando, ¿o estaban rezando?, cuando María aprieta las manos de José:
-Me parece que ya está aquí.
El aire se hizo más fino, la luna se detuvo un instante ¡y se realizó el milagro! Casi sin advertirlo María, el Niño pasó de su seno al romero, para volver del romero a su costado.
Así, tan sencillamente, recibió la Tierra la irrupción de Dios en el tiempo, la presencia deslumbrante de lo divino en la vida ordinaria.
Con la experiencia que da el amor a las madres, María toma a su Hijo en brazos, lo estrecha suavemente en su pecho, con gesto que repetirá, años más tarde, al pie de la Cruz, y lo besa, ¡su primer beso a Dios hecho hombre!
– ¡Mi Hijo y mi Dios!
Caen sobre la cabeza del Niño, a modo de bautizo, las primeras lágrimas de amor.
Jesús, la Palabra eterna del Padre, recién nacido calla. La Virgen, ajena a todo, mira a su Hijo que sonríe, y va sacando recuerdos que guardaba en su corazón. Recuerdos de hace nueve meses, cuando el Arcángel Gabriel le hizo la proposición más sorprendente que había recibido nunca un ser humano: “¿quieres ser Madre de Dios?, ¿quieres ser corredentora de la Humanidad?”.
Ahora están los tres solos en la catedral de Belén en una serena explosión de amor. La criatura ha sido creada para amar y se perfecciona en la entrega, por eso el amor es donación gratuita del amor recibido de Dios, aceptado con humildad. Los ángeles contemplan con admiración la corriente de amor en la que se afirma esa Sagrada Familia.
La gente se va acercando al establo. Mujeres envueltas en sus mantos llevando canastos con comida; otras, más jóvenes, con sábanas bordadas para envolver al Niño; hombres rudos, del pueblo, para echar una mano en lo que haga falta, y niños, muchos niños que nadie sabe de dónde han salido. Son los que se fueron al cielo antes de nacer. Unos porque la Virgen así lo dispuso, otros porque sus madres no les abrieron los brazos y tuvieron que refugiarse en los de la Madre Amable. Llevaban tiempo esperándolo, ahora, por fin, ya pueden disfrutar con Él.
Por las afueras del pueblo avanza una vistosa caravana. Son reyes, o magos, o algo así. Con la solemnidad propia de su rango entran en el establo, saludan a la Madre, besan los pies al Niño adorándolo – el conocimiento de Dios es inseparable de la adoración- y, según la costumbre oriental, se acercan al padre a darle un abrazo y ofrecerle regalos: Oro, para coronar al Rey, incienso, para adorar al Dios, Mirra, para embalsamar al Redentor.
¿Cómo continuó la historia?, creo que, después de muchas vicisitudes, la familia se instaló en Nazaret y allí vivieron muchos años; pero ése ya es otro capítulo, ahora disfrutamos de éste
Doctor en Administración de Empresas. Director del Instituto de Investigación Aplicada a la Pyme Hermano Mayor (2017-2020) de la Hermandad de la Soledad de San Lorenzo, en Sevilla. Ha publicado varios libros, monografías y artículos sobre las hermandades.