Me contaron hace poco una anécdota curiosa: una chica, buena católica, quería a toda costa acercar a su novio a la fe, dado que él no es creyente pero muy respetuoso.
Un día, a la salida de la misa, hablando con unas amigas y un sacerdote del grupo de jóvenes en el que participa, comentó que tenía la idea de “meter” a su novio en una Adoración al Santísimo pero sin decirle nada. Le comentaría que iban a recoger una cosa que no podía cargar ella sola y así le acompañaba… su intención no era buena, era estupenda. “Seguro que se convierte” decía; a lo que el sacerdote le respondió: “o no”.
Comprendió entonces esta chica que era ridículo imponer el momento de la conversión de su novio, aun más, con una mentira de por medio…. Si me preguntas si fue o no a la adoración, sí, fue… pero no hubo conversión milagrosa… por el momento.
Con la mejor de nuestras intenciones, no lo dudo, muchas veces podemos actuar así: intentando marcarle los tiempos y los modos a Dios, sin contar con el activo más importante en este “negocio”: la libertad de cada uno. A la mayoría de nosotros el Señor no nos llama a ser coachs del catolicismo, exitosos hombres y mujeres de la fe, cuyo amor de Dios se mida en la cotización de aquellos que se convierten gracias a nuestros estupendos modos, palabras e ideas. No.
Es cierto que, especialmente en nuestra sociedad «de guapos, ricos y famosos», no parece especialmente agradable trabajar a destajo sin tener algo de lo que presumir en el Instagram de nuestra vida de fe. Caemos en el desánimo interior, mientras miramos al resto haciéndose selfies en entornos «que manan leche y miel». Pero es lo que hay. Sólo tenemos que leer detenidamente la Sagrada Escritura para ver que los hombres de Dios, esos profetas, apóstoles tenían más motivos para ser miembros del club de los fracasados que para ser oradores de TEDx hablando de sus hazañas. Y la Salvación se hizo así, con piedras angulares desechadas, con fracasadillos de medio pelo, con esos que pusieron todos los medios para llevar a Dios a los hombres, pero que quizás murieron sin ver ni medio muro de la tierra prometida.
Dios nos pide poner todos los medios, nos pide invitar a nuestro novio o novia a la Adoración al Santísimo, pero, sobre todo, rezar por él o ella en cada uno de nuestros encuentros con el Señor, aunque nos hayan mandado a ese sitio maloliente en el que todos conocemos a mucha gente. Poner los medios teniendo en cuenta que el fin no es que tu y yo saboreemos el éxito.
No hay cosa menos evangélica que la “Teología del mérito” – si lo hago bien Dios me premiará con frutos, si no veo frutos es que lo estamos haciendo mal-.
Evidentemente, cuando hacemos nuestro trabajo por amor a Dios, bien, entregadamente, los frutos vendrán, tarde o temprano. Como nos decían siempre en la Universidad: “un buen guión puede dar lugar a una mala película pero, con un mal guión, nunca se podrá realizar una buena película”. Nuestro guión será bueno si no lo firmamos nosotros sino el propio Dios, quizás por eso, no tiene mucho sentido imponerle las formas o los tiempos a quien es Dueño del tiempo. Nosotros, a lo que llegamos es a poner los medios humanos como si no existieran los sobrenaturales, y –al mismo tiempo– llamar a Dios con todo el corazón, como si no hubiera medios humanos.
Directora de Omnes. Licenciada en Comunicación, con más de 15 años de experiencia en comunicación de la Iglesia. Ha colaborado en medios como COPE o RNE.