Hay dos recuerdos similares unidos a mi infancia: en mi casa, además del consabido “equipo” de Domingo de Ramos, mi hermana y yo estrenábamos un vestido hecho por mi abuela (si viviera sería una influencer de la costura) el 15 de agosto, solemnidad de la Asunción y, en nuestra ciudad, de la Virgen de los Reyes. El rito, la liturgia de esa jornada comenzaba por levantarnos de madrugada, en torno a las 6 de la mañana, desayunar poco (luego había invitación) y rápido, ponerse el traje nuevo e ir a ver a la Virgen en su salida procesional en torno a la Catedral. El otro recuerdo, parecido quizás, es aquellas maletas en las que siempre metíamos un traje para la misa dominical, allá donde fuéramos, incluso a aquellos campamentos de granja-escuela en la que de lunes a sábado te los pasabas embarrada y aprendiendo a hacer queso….
Así, de una manera sencilla, imperceptible, aprendí que, para Dios, uno se ponía sus mejores galas por dentro y también por fuera. El corazón preparado, el alma limpia y el vestido acorde con la grandeza del lugar, el momento en el que vamos a tomar parte. Si cada misa es el cenáculo, es la Cruz y es la resurrección, por mi parte, espero que no me pille Dios como si fuera a ir a un patatal.
Es asombroso cómo ayuda lo externo a llegar a la profundidad, lo fútil a la eternidad. Es maravilloso adentrarse en la naturaleza de la liturgia católica y conocer la simbología de los ornamentos litúrgicos, que juegan el papel de esos «signos visibles» que nos ayudan a entrar en la grandeza de aquello a lo que somos llamados.
Despreciar el cuidado externo a expensas de un mal entendido misticismo termina rompiendo la unidad que habría de existir entre nuestro convencimiento, nuestro ser, nuestro actuar y nuestro parecer. Despreciarlo por pereza es, si cabe, más penoso todavía.
Cada día que asistimos a misa podemos recordar que asistimos a algo más que una Audiencia Real, y no es plan, como decía jocosamente una persona conocida, de guardar las galas para cenar con las amigas (o hacerse una foto para Instagram) y aparecer el domingo en la parroquia con el “chándal de ir a misa”, una suerte de pantalones viejos y desgastados, acompañados de una camiseta cedida y zapatillas con manchurrones.
Al igual que en una relación amorosa las alarmas han de saltar cuando uno de los dos empieza a restar importancia a detalles de cuidado en el trato, en las palabras, en los pensamientos… y en la apariencia, de igual modo han da saltar si nos da igual cómo vamos a ver al Señor. No es cuestión de dinero, ni de estilo (aunque éste pueda ser más informal), sino de delicadeza, de preguntarnos «¿podría encontrarme físicamente con el Señor sin pedirle que «esperara» que subo a casa a cambiarme?». Pues ¡bingo!, eso es la misa: encontrarse físicamente con Dios Padre, Dios Hijo y Dios Espíritu Santo.
A misa no vamos a ser mirados, ni a descansar, tampoco vamos a escuchar a tal o cual cura… de hecho, ni siquiera se trata de ir a un sitio. La misa, cada una de ellas, es “el cielo en la tierra”, como explica, en esa maravilla de libro La cena del Cordero, el converso Scott Hahn. Si tenemos esta oportunidad de asomarnos a la belleza de lo infinito, ¿de verdad lo vamos a hacer con el corazón y en el “envoltorio” en chándal?
Al fin y al cabo, la Via pulchritudinis no es sólo patrimonio -nunca mejor dicho- de las manifestaciones artísticas, sino que es compartida, en cierto modo, a través de la belleza transmitida a través de cada uno de nosotros, reflejo parco y limitado, pero reflejo, de la belleza De Dios a cuya imagen, no lo olvidemos, hemos sido creados.
Directora de Omnes. Licenciada en Comunicación, con más de 15 años de experiencia en comunicación de la Iglesia. Ha colaborado en medios como COPE o RNE.