FirmasAntonio Basanta

El Belén nos habla

Nada hay en la tradición y devoción cristiana tan inseparable de la Navidad como los belenes, nacidos precisamente en el momento en que la Iglesia oficializó la celebración del Nacimiento de Jesús en el Concilio de Nicea, el primero de los ecuménicos, en el año 325.

21 de diciembre de 2024·Tiempo de lectura: 3 minutos
Belén

De aquellas primeras representaciones en torno a la cuna de Jesús, con cantos, diálogos, ritos y escenificaciones – tan ligadas a las primitivas formas teatrales – iría derivando los belenes vivientes, muy anteriores a los que, mediado el siglo XIII, comenzaron a realizarse con figuras de bulto redondo, primero en monasterios y conventos, después en iglesias, más tarde en palacios reales o de la nobleza y, ya en el siglo XVII, en las casas de la burguesía acomodada, preámbulo de la democratización absoluta de los belenes; cuando el pueblo, las gentes sencillas y humildes hicieron suya también esta manifestación en sus propios hogares, surgiendo entonces ese belén popular que, en sus diversas versiones, ha llegado a nuestros días.

Tan pleno de ingenuidad, de simpatía, de imaginación. Un belén “de proximidad”, especialmente afín a los niños que con él juegan y disfrutan, pues nada hay más cercano a ese Amor que Jesús redefine y proyecta que la alegría y el gozo en torno a su generosa venida. 

Hablar de belén es hablar de fe, de historia, de cultura, de arte, de artesanía. Y sumergirnos en infinidad de claves etnográficas, antropológicas y, sobre todo, poéticas, simbólicas y religiosas, pues nada hay en él que no obedezca a un propósito de aprendizaje, a una didáctica doctrinal. Antes bien, todo se ajusta a un código que es necesario redescubrir para entender cuántas claves atesora. 

Y así, en un belén, el río no es un cauce cualquiera, sino el propio de la Vida, donde además habita su pez principal, el ICTYS, que viene a redimirnos a cuantos otros pececillos bebemos y bebemos y volvemos a beber, sin jamás saciarnos de su agua bautismal. 

El molino se torna el lugar en el que la mies, el trigo. las espigas – siempre metáforas de Jesús y de la comunidad cristiana – se transforman en la harina con la que se elabora el Pan que Cristo quiere compartir con nosotros, aunque ninguno seamos dignos de que entre en nuestra casa. Un elaborar que, en el molino, también marca secuencia y destino. Por eso, cuando en un belén veamos girar sus aspas, sabremos que indican el paso inexorable del tiempo. Pero, si permanecen estáticas, serán señal esperanzada de eternidad. 

El puente siempre es evocación del mismo Jesús, Quien, de su mano, nos lleva de una orilla a la otra: de la terrenal, a la celestial, de la natural a la sobrenatural, de la del pecado a la del perdón y la fraternidad.

Fuentes y pozos representan la figura imprescindible de la Virgen María. Las unas, como alusión a la pureza y a la generación de vida, que todo belén es también homenaje a la maternidad. Los otros, por ser elementos de transición, de conexión e intermediación entre lo oculto y lo diáfano. ¿Y qué otra cosa es María sino nexo por antonomasia, nuestra más amorosa protectora, siempre conciliación, siempre abrigo, siempre cobijo?

Semejante condición alegórica también la ostentan no pocas de las figuras que pueblan nuestros belenes. Como esos pastores que cargan sobre sus hombros un haz de leña, alusión directa al fuego y, por extensión, al fogar, al hogar; a ese calor especial que solo se respira en el corazón de la familia. 

¿Y qué decir de los que portan todo tipo de frutas?: castañas de la virtud, cerezas de matrimonio (que siempre nacen de dos en dos) y de fidelidad conyugal-, higos de la fertilidad y de la buena fortuna, granadas de la amistad, manzanas del pecado redimido, naranjas evocadoras de uno de nuestros más bellos romances navideños. O qué de los que representan los más variados oficios, las más diversas labores- herreros, carpinteros, pescadores, hilanderas, lavanderas, carreteros, segadores, sembradores…-, que el trabajo ha de ser permanente ofrenda en respuesta a cuanto Dios nos ha concedido.

Cargadas de leyenda son las palmeras. Abruptas las montañas, como arduas las dificultades que hemos de afrontar en la vida. Estrechos los desfiladeros, profundos los valles, tantas veces copiosos en lágrimas. Y sinuosos los caminos, siempre serpenteantes, trazados por la duda que nos acompaña como humanos, solo francos y abiertos cuando llegan al Portal; cuando nos aproximan al Amor que en él reside, pues únicamente en el Amor de Jesús la vida se ensancha, la luz disipa la tiniebla y el frío da paso al más cálido latir del corazón.

Cuanto hay en el belén está en él porque Él lo quiere. Y lo hace como siempre nos enseñó: a través de la sencillez y de la humildad.  Por eso sólo podremos recorrer su propuesta si, como dijera el clásico, nos abajamos. Como Él se abajó, en un gesto de bondad infinita. ¡Qué generosidad la suya cuando, sin dejar de ser Dios, quiso hacerse hombre! Y, de ese modo, habitar no solo en, con, de, desde, a, ante, bajo, cabe, para, por, hacia, hasta, tras, sobre, y nunca contra ni sin, sino, sobre todo y entrañablemente, “entre nosotros”. 

Una elección preposicional que es el más expresivo testimonio de su Gracia y de su bendita benevolencia.

El autorAntonio Basanta

Doctor en Literatura Hispánica por la Universidad Complutense de Madrid

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