“Cualquier decisión, ley o política que pueda afectar a la infancia tiene que tener en cuenta qué es lo mejor para el niño”. Se trata de uno de los derechos fundamentale, recogidos en la Convención sobre los Derechos del Niño que gobiernos de todo el mundo, líderes religiosos, ONG y otras instituciones, firmaron el 20 de noviembre de 1989 y que hoy vuelven a cobrar plena actualidad. Recordar esta máxima no es baladí ante una cuestión como la gestación subrogada, cuyo debate se encuentra en primera plana en el terreno socio cultural de occidente.
En una sociedad marcada por el derecho a tener derechos, el llamado derecho a la maternidad / paternidad, en prácticas como la subrogación, pasa por encima de los legítimos derechos del menor “creado” y con los de la mujer gestante que pasa a ser un mero instrumento, “un ‘útero’ a disposición del contratante, abriendo el camino a la explotación y a la comercialización de la persona humana”, como han señalado, a este respecto, los obispos españoles en una nota a propósito de la maternidad subrogada.
Son muchos los aspectos jurídicos, éticos y médicos que se ven interpelados en este proceso de gestación “de alquiler”: así lo destacan los numerosos expertos, de diferentes ámbitos, que han colaborado en el dossier que Omnes ha realizado sobre esta práctica.
Realidades como la que se aborda en estas páginas ponen de manifiesto la necesidad de una reflexión transversal y comprometida que impulse una recuperación de los principios éticos y morales sobre los que se asienta una sociedad verdaderamente humana y encaminada al respeto y salvaguarda de la dignidad de todo ser humano.
Como recuerda el Papa Francisco en Laudato Si’: “El bien común presupone el respeto a la persona humana en cuanto tal, con derechos básicos e inalienables ordenados a su desarrollo integral”. Poner el progreso técnico y médico al servicio de una práctica en la que subyace, de manera extrema, un capitalismo antihumano que hace del propio ser humano un objeto de transacción, económica u emocional, no puede ser admitido como parte de ese desarrollo integral al que han de servir los Estados y los ciudadanos en su tarea social y comunitaria.
Concierne a todos trabajar por ese bien común que significa “cuidar, por un lado, y utilizar, por otro, ese conjunto de instituciones que estructuran jurídica, civil, política y culturalmente la vida social, que se configura así como pólis, como ciudad. Se ama al prójimo tanto más eficazmente, cuanto más se trabaja por un bien común que responda también a sus necesidades reales” (Caritas in veritate, 7).
Iniciativas como la Declaración de Casablanca, firmada recientemente en la capital marroquí suponen, como sus mismos firmantes subrayan, un punto de partida para volver a centrar la “mirada social” en la inviolable dignidad del ser humano en todas las etapas de su vida.