Pleno invierno. Ya sea junio, noviembre o enero, dos tercios de la población mundial vive en zonas en las que la falta de natalidad, amenaza la persistencia de sus sistemas económicos, prestatarios y asistenciales. Es lo que los expertos han llamado invierno demográfico.
Abordar la llamada cuestión demográfica exige una visión exenta de reduccionismos que reconozca las diferencias socioculturales, de desarrollo y políticas de las diferentes zonas del mundo y, al mismo tiempo, detecte los problemas reales que la falta de reemplazo generacional tiene, no sólo en el ámbito económico, sino sobre todo, en la esfera social.
El renacimiento demográfico, urgentemente necesario en gran parte de nuestro mundo, tiene que venir acompañado del compromiso solidario que aúpe a las naciones que aún sufren las lacras de la mortalidad infantil, falta de acceso a los bienes básicos y analfabetismo.
El envejecimiento de Occidente viene además acompañado no sólo de la exigencia de una reestructuración del sistema económico y de atención socio sanitaria, sino, sobre todo, de un aumento de situaciones como la soledad, las descompensaciones psicoafectivas y la acentuación del sentimiento de falta de esperanza social.
Es necesario, como subrayan los diferentes expertos, un cambio de cultura, una revolución de la familia, que renueve a las estructuras sociales y sustituya el pensamiento individualista y cortoplacista, propio de nuestro tiempo por una situación de confianza y seguridad que impulse el fin de este invierno demográfico.
Una carrera de fondo que, quizás no llegue todo lo rápido que pueda ser deseable pero que se antoja urgente para dar lugar a un futuro real y sostenible en el mundo. En palabras del Papa Francisco en la apertura de los terceros Estados Generales de la Natalidad: “Es necesario preparar un terreno fértil para hacer florecer una nueva primavera y dejar atrás este invierno demográfico”.
Junto a esta realidad, la Iglesia vive este mes, además, pendiente del desarrollo de la I Asamblea General Ordinaria del Sínodo de los Obispos en Roma. Una asamblea en la que se estrenan algunos cambios organizativos y procedimentales que, sin afectar a la esencia de todo Sínodo, apuntan a una nueva manera de hacer dentro de la Iglesia que ha de implicar a todos los fieles.
También el desierto o invierno en el que puede parecer que vive la Iglesia actualmente necesita una nueva floración en la que la fidelidad al Espíritu Santo la apertura a los demás y la fortaleza para responder, como cristianos coherentes, a los desafíos que nos atañen sean las guías de la vida cristiana, personal y comunitaria.
Dentro del panorama frío real de estos inviernos, sin embargo, se aventura la promesa de una futura primavera cuyas semillas siguen siendo responsabilidad de cada uno de nosotros.