Ella es una enfermera que durante media vida no pudo cuidar a quien lo necesitaba. Una afección degenerativa le fue consumiendo durante cuarenta años, hasta que apenas podía caminar; para los 14 últimos necesitaba morfina, a diario, y dependía totalmente de máquinas y aparatos.
“Camino en medio de ti, veo tu sufrimiento, el de tus hermanos y hermanas enfermos, dame todo”. Tres días después de escucharlo en Lourdes, esta otra Bernadette se relajó al fin y un calor le invadió. “Quita tus aparatos”: porque sor Bernadette Moriau, que todavía vive entre nosotros, se había curado.
Él estaba enfermo, pero lo que de verdad necesitaba era una conversión. Y Dios, graciosamente, le concedió el regalo de una fe limpia.
Ella y él son ejemplos de que hoy, en cada rincón del mundo, Dios actúa y nos salva de nuestras miserias. Y, en ocasiones, lo hace de manera milagrosa.
La vida de quien debería desesperarse resulta inexplicable a los ojos de quien vive creyendo tenerlo todo. El ciego que ni siquiera puede escuchar, que no reconoce el mal a su alrededor (ni dentro de sí mismo), quien pregunta mordaz: “¿Necesitamos milagros? ¿Qué milagros? ¿Quién sigue creyendo hoy en eso?”. El contumaz que está incapacitado para ver, reconocer y amar.
Y, sin embargo, quien ha dejado de tener fe en sí mismo puede creer en lo increíble, pues se reconoce tan limitado que no abarca nada; quien no tiene más remedio y se abandona, se admira y asombra. Esa fe existe desde que el hombre pudo trascender, allá en el principio de los tiempos, aunque sólo el cristianismo haya sido capaz de explicarlo.
Todos los milagros (curaciones -completamente inexplicables o no-, los que vencen las leyes físicas y de la naturaleza, espectaculares o de los que pasan desapercibidos, conversiones instantáneas) tienen un sentido que supera el propio hecho en sí, y que es doble: suponen una llamada a la fe y buscan librarnos de la esclavitud del pecado. Un milagro, como la verdad, nos hace libres: de la soberbia, de la increencia, de la enfermedad, de la muerte, pero, sobre todo, del mal.
Un milagro es el encuentro más personal que Dios nos tiene preparados. Supone la renuncia absoluta, el abandono total. Es la consecuencia de la fe más pura, de quien escucha y responde a una llamada por nuestro nombre. Ese tipo de fe es un faro en medio de la noche, iluminando una vida que en la hora más oscura sólo puede ser rescatada por Alguien.
Dios mismo.
Dios que se hace hombre: un misterio que escapará de nuestro entendimiento hasta el fin de los tiempos y que partió nuestra historia en dos.
Dios que nos redime: un Salvador que, en palabras de San Pedro en el primer Pentecostés, lo es a nuestros ojos por los “milagros, prodigios y signos” que realizó (Hch 2, 22).
Dios que muere y resucita: un sacramento de amor que convierte a Jesucristo en su propio testigo ante toda la humanidad. Milagros que acortan el camino entre Dios y los hombres. Como Sor Bernadette, que en el momento de su curación sintió la “presencia viva de Cristo”.
Desde el principio de los tiempos hay milagros… y hoy, y mañana, los seguirá habiendo, por todo el mundo. Se necesitan y se conceden si es lo que nos conviene. La Iglesia, sin embargo, para evitar ser acusada de inventar acontecimientos sobrenaturales, es extremadamente cautelosa para reconocerlos oficialmente. Pensemos en Lourdes, donde podríamos creer que la jerarquía presume de milagros que se caen de las manos a millares… En realidad, la Oficina Médica Internacional -que ha registrado e investigado miles de declaraciones de curación reportadas por los enfermos- sólo ha reconocido como milagrosos el 1% de los casos.
Cuando en 2008 sor Bernadette sintió ese “fuerte calor en su cuerpo y el deseo de levantarse” no era la primera, ni mucho menos. La hermana Luigina Traverso sintió algo muy parecido con una enfermedad muy similar. El patrón de una curación “repentina, instantánea, completa, duradera y que no se puede explicar con los conocimientos científicos actuales” lo convierte en algo sensible y trascendente.
Por eso, la ciencia se revuelve y reclama su dominio, porque no puede ver más allá ni lo inexplicable. Y ni cuando pide su espacio para ‘comprobar’ lo sucedido puede acallar el clamor que sale de un corazón curado.
Ni siquiera la fe en la ciencia permite a los incrédulos aceptar la evidencia de que la realidad no siempre se puede explicar, y que no es cuestión de rendirse sino de no apartarse de la fe en el Amor. San Agustín, tan pecador al principio como santo el resto de su vida, sentenció: “Milagro llamo a lo que, siendo arduo e insólito, parece rebasar las esperanzas posibles y la capacidad del que lo contempla”.
Quien necesita desesperadamente un milagro, y lo recibe, es el último en querer corroborar que se trata de un caso ‘reconocible’ por la ciencia. Lo necesitaban, lo han vivido, lo disfrutan. Ni la Iglesia ni la Ciencia lo podrían empañar. Porque “el milagro es la huella visible de un cambio operado en el corazón del hombre. El milagro y la conversión, el milagro y la salvación, el milagro y la santidad, son inseparables” (K. Sokolowski).
Nada es imposible para Dios, tal y como lo comprobó sor Bernadette Moriau en su propia vida: “El Evangelio no es de hace dos mil años, el Evangelio sigue siendo todavía hoy, Jesús todavía puede sanar hoy”. Y la clave de la Buena Noticia -ayer, hoy, siempre- es que el mismo Cristo se manifiesta a sí mismo como puro Amor. Y ante Él, la Ciencia se pliega; ante la Misericordia, las dudas se vencen. Dios no puede más que enternecerse ante la Fe desnuda e incondicional (Mc 1, 40-42). Y así, se trata de vivir la fe que precede al milagro y el Amor del que procede