“Dios no existe en El Paso”. El titular sobreimpresionado encima de la imagen de una enorme lengua de lava incandescente engullendo una casa en la localidad palmera de El Paso consiguió su objetivo y casi triplicaba los “me gustas” de los posts inmediatamente anteriores y posteriores publicados en la cuenta de Instagram de un diario nacional español.
Leyendo detenidamente la noticia, descubrimos que la frase seleccionada para ilustrar la fotografía la pronuncia Rosa, una vecina de El Paso, tras recordar que la erupción volcánica sucede a tan solo un mes de haber sufrido un incendio que provocó también la evacuación de varios vecinos por el riesgo de que el fuego alcanzara sus casas.
La frase de Rosa es la síntesis de la gran pregunta del hombre sobre Dios. ¿Quién no se ha preguntado estos días dónde está Dios mientras contemplaba la huida de las familias, el miedo en las caras de los vecinos, la angustia de quien ha perdido su medio de vida, su negocio, su ilusión? Todos tenemos derecho, Dios nos lo ha dado, de cuestionarnos el porqué, de mostrar nuestras dudas sobre su existencia o sobre su bondad ante situaciones como estas. Hay una rebeldía innata contra la injusticia, contra el mal. ¿Por qué yo? ¿Por qué a mí?
En este primero de octubre, en el que celebramos la fiesta de Santa Teresa de Lisieux, me viene a la memoria un fragmento de Historia de un alma en el que esta carmelita doctora de la Iglesia narraba una peregrinación que realizó siendo una niña a Roma. A su paso por Nápoles, describe precisamente los “cañonazos” y la “espesa columna de humo” del Vesubio y el poder de Dios que ella veía en su manifestación. Coincidencia volcánica aparte, la santa, cuya delicada salud le hizo sufrir horriblemente hasta su muerte a los 24 años recordaba aquel viaje que hizo junto a un grupo de personas muy distinguidas, alojándose en hoteles principescos, y reflexionaba acerca de cómo lo material no es garantía de felicidad, pues «la alegría no se halla en las cosas que nos rodean, sino en lo más íntimo de nuestra alma (…). La prueba está en que yo soy más feliz en el Carmelo, aun en medio de mis sufrimientos interiores y exteriores, que entonces en el mundo, rodeada de las comodidades de la vida».
Entonces, ¿se puede perder una casa y seguir siendo feliz? ¿Se puede perder la salud o esperar la muerte y seguir siendo feliz? ¿se puede sufrir y decir que Dios existe y nos ama?
Hay un cuentecillo muy conocido que narra la historia de un hombre que, al final de sus días, caminaba por la playa en compañía de Jesús repasando con él toda su vida. Mirando hacia atrás contemplaba los dos pares de huellas sobre la arena, pero, en algunos momentos, las huellas eran solo las de una persona. El hombre recriminó al Señor: mira, en los momentos más difíciles de mi vida, cuando perdí el trabajo, cuando tuve aquel accidente, cuando murió mi hija… En los momentos en que más te necesitaba, me dejaste solo. El Señor, sonriendo, le echó su brazo sobre el hombro, le señaló aquellas huellas lejanas y le explicó: fíjate bien. En esos momentos difíciles, las huellas que desaparecen no son las mías, son las tuyas. Y es que, cuando tú no podías con tu vida, era yo quien te tomaba sobre mis hombros y seguía caminando por ti.
Este es el escandaloso misterio de un Dios que se ha encarnado y que ha sufrido con sus criaturas hasta llegar a exclamar: “¡Dios mío, Dios mío! ¿Por qué me has abandonado?”. ¿No es esa, en definitiva, la frase de Rosa sobre la imagen de la casa tragada por el magma? La fe nos muestra hoy, sobre las cenizas de La Palma, solo un par de huellas. Son las huellas de Jesús que toma a Rosa y a tantos otros sobre sus hombros para ayudarles a caminar, paso a paso, en todos los Pasos de nuestro tiempo.
Periodista. Licenciado en Ciencias de la Comunicación y Bachiller en Ciencias Religiosas. Trabaja en la Delegación diocesana de Medios de Comunicación de Málaga. Sus numerosos "hilos" en Twitter sobre la fe y la vida cotidiana tienen una gran popularidad.