Dios en Hannah Arendt

Hannah Arendt, una judía interesada por la figura de Jesús y el cristianismo. Aunque nunca profesó una fe explícita, su obra y escritos personales revelan una constante búsqueda espiritual y un profundo diálogo con las cuestiones religiosas.

3 de enero de 2025·Tiempo de lectura: 6 minutos
Hannah Arendt

@Wikipedia Commons

La primera biografía de Hannah Arendt publicada originalmente en castellano se la debemos a Teresa Gutiérrez de Cabiedes (“El hechizo de la comprensión. Vida y obra de Hanna Arendt”, Ed. Encuentro, 2009) y procede de la tesis doctoral dirigida por el filósofo español Alejandro Llano. Realmente vale la pena leerla.

En ella nos adentramos en la apasionante vida de esta pensadora judía alemana (1906-1975) que vivió en primera persona las vicisitudes históricas más candentes del siglo XX: persecución de los judíos por los nazis, Segunda Guerra Mundial, huida a Francia y participación en movimientos sionistas, emigración a Estados Unidos, intervención en polémicas intelectuales decisivas a lo largo de décadas, vida universitaria intensa, periodismo comprometido de alto riesgo, valientes críticas de los graves errores políticos acontecidos en su patria de adopción, reflexión filosófica constante en diálogo personal -cargado de emotividad- con pensadores de la talla de Martin Heidegger y Karl Jaspers…

Renovado interés por su pensamiento

Después de décadas olvidada, el interés por Hannah Arendt ha estallado en los últimos años y se han multiplicado las publicaciones sobre ella. Muchas de sus obras e intuiciones presentan una asombrosa actualidad para iluminar algunos de los principales problemas del hoy.

Desde su temprana tesis doctoral sobre el amor en San Agustín, pasando por sus célebres obras “Los orígenes del totalitarismo” (donde explica cómo los regímenes totalitarios se apoderan de las cosmovisiones e ideologías y las pueden convertir, a través del terror, en nuevas formas de estado), “La condición humana” (cómo deberían ser entendidas las actividades humanas -trabajo, labor y acción- a lo largo de la historia occidental), “Sobre la revolución” (en la que compara las revoluciones francesa, americana y rusa), “Verdad y política” (sobre si siempre es correcto decir la verdad y las consecuencias de la mentira en política) y “Eichmann en Jerusalén” (con su valiente y políticamente incorrecto discurso sobre la banalidad del mal y otras cuestiones).

La cuestión de Dios

Un tema poco frecuentado hasta ahora en la bibliografía sobre Arendt es su posible apertura a la trascendencia. Lo poco que se encuentra en su obra publicada queda compensado por la multiplicidad y relevancia de alusiones a Dios y a la religión que se pueden encontrar en escritos personales como sus diarios, las confidencias a sus íntimos, el funeral de su marido Heinrich Blücher, etc. Estas alusiones superan la visión interesada de una pensadora supuestamente agnóstica y ajena al cristianismo.

En la partida de nacimiento de Hannah Arendt consta específicamente, entre los datos de filiación, lugar y fecha de nacimiento, que aquella niña descendía de unos padres con “fe judía”. Sus padres habían tenido una relación estrecha con el rabino de Königsberg, con el que además compartieron la afiliación a las ideas socialdemócratas. La instrucción religiosa de Arendt se redujo a las lecciones individuales de este rabino y, en el exilio parisino, a un estudio sucinto de la lengua hebrea.

En los años difíciles de la enfermedad paterna, su madre anotaría en el diario sobre la niña que Hannah “rezaba por él por la mañana y por la noche, sin que nadie le hubiese enseñado a hacerlo”. También al morir Blücher, su esposa quiso rezar un Kaddish, la tradicional oración fúnebre hebrea, en ese caso incoada en el funeral de un no judío. 

Testimonios escritos

En un artículo sobre la religión y los intelectuales Arendt escribía: “Como en todas las discusiones sobre la religión, el problema está en que realmente no se puede escapar a la cuestión de la verdad, y que en todo el asunto no puede, por tanto, tratarse como si Dios hubiese sido la idea de un cierto pragmatista especialmente listo que sabía para qué y frente a qué era buena la idea. Ocurre, sencillamente, que no es así: o bien Dios existe y la gente cree en Él -y esto entonces es un hecho más importante que toda la cultura y toda la literatura -o bien no existe y la gente no cree en Él- y no hay imaginación literaria ni en cualquier otro orden que, en beneficio de la cultura y por mor de los intelectuales, pueda cambiar esta situación”. 

En otra ocasión, también había escrito con amargura, al constatar la vinculación entre la religión y el judaísmo: “La grandeza de este pueblo consistió una vez en que creía en Dios y creía en Él de tal manera que su confianza y su amor hacia Él era mayor que su temor. ¿Y ahora este pueblo sólo cree en sí mismo? ¿Qué provecho cabe esperar de ello? Pues bien, en este sentido yo no amo a los judíos ni creo en ellos; simplemente formo parte de ellos como algo evidente, que está más allá de toda discusión”.

Conocimiento bíblico

Ese “algo evidente” comportaba una herencia cultural judía, que a veces era capaz de casar un Dios trascendente con un planteamiento inmanente, lo que le produciría múltiples quebraderos de cabeza. En un escrito titulado “Nosotros los refugiados” escribiría: “Criados con la convicción de que la vida es el bien supremo y la muerte la aflicción más grande, nos convertimos en testigos y víctimas de terrores más grandes que la muerte, sin haber sido capaces de descubrir un ideal más elevado que la vida”. 

Aquella mujer judía llegó a conocer a la perfección no sólo el Antiguo Testamento de la Biblia hebrea sino también al Jesús de los evangelios. Citaba con frecuencia palabras del Profeta judío, representaba en sus escritos escenas de su vida y gestos de su lenguaje, así como estudió las novedades que aportaba su doctrina. Ella nunca concretó una proposición de fe en Jesús de Nazareth, aunque su maestro Jaspers y su esposo Blücher sí lo hicieran. Su herencia judía, su estudio de la escritura, la familiaridad con la obra de San Agustín, las lecciones de Bultmann, Guardini y Heidegger, le llevaron a mirarse cara a cara con el cristianismo.

La autora de «La condición humana» afirmaría: “Sin duda alguna el énfasis cristiano en la sacralidad de la vida es parte integrante de la herencia hebrea, que ya presentaba asombroso contraste con las actividades de la antigüedad: el desprecio pagano por los sufrimientos que la vida impone al ser humano en el trabajo y en el parto, la envidiada imagen de la vida fácil de los dioses, la costumbre de abandonar a los hijos no deseados, la convicción de que la vida sin salud no vale la pena vivirla (de tal manera que, por ejemplo, se considera un error la actitud del médico que prolonga una vida cuya salud no puede restablecerse) y de que el suicidio es un noble gesto para escapar de la existencia que se ha hecho gravosa”.

En una columna de opinión dejó escrito: “El hecho de que Jesús de Nazareth, al que la cristiandad considera salvador, fuera judío puede para nosotros como para el pueblo cristiano ser el símbolo de nuestra pertenencia a la cultura greco-judeo-cristiana”.

Dios y la vida

En una semblanza del papa Juan XXIII, afirmaba: “A decir verdad, la Iglesia ha predicado la Imitatio Christi a lo largo de casi dos mil años, y nadie puede decir cuántos párrocos y monjes habrá habido que, viviendo en la oscuridad a lo largo de los siglos hayan dicho como el joven Roncalli: Este es mi modelo: Jesucristo, sabiendo perfectamente, ya a los dieciocho años, que parecerse al buen Jesús significaba ser tratado como un loco… Generaciones enteras de intelectuales modernos, en la medida en que no fueron ateos -o sea, necios, que pretenden saber lo que ningún ser humano puede saber-, aprendieron de Kierkegaard, Dostoievsky, Nietzsche y sus incontables seguidores, a considerar interesantes la religión y las cuestiones teológicas. No hay duda de que tendrán dificultades para comprender a un hombre que de muy joven hizo voto de fidelidad no sólo a la pobreza material, sino asimismo a la pobreza espiritual… su promesa era para él un signo evidente de su vocación: Soy de la misma familia que Cristo, ¿qué más puedo querer?”.

Y en una carta a su marido el 18 de mayo de 1952, le decía después de escuchar el Mesías de Händel interpretado por la Orquesta Filarmónica de Munich: “El Aleluya sólo se comprende desde el texto: Nos ha nacido un niño. La verdad profunda de este relato de la leyenda sobre Cristo: todo comienzo permanece intacto; por el comienzo, por esa salvación, Dios creó al hombre en el mundo. Cada nuevo nacimiento es como una garantía de la salvación del mundo, como una promesa de redención para quienes ya no son un comienzo”.

Muchos años después, Arendt anotaría en otro de sus cuadernos: “Sobre la religión revelada: se nos presenta el Dios que se revela y se hace ostensible, porque nosotros no podemos representarnos lo que no se manifiesta como presencia, describiéndose a sí mismo. Si Dios ha de ser un Dios vivo, así lo creemos, debe necesariamente revelarse a sí mismo”. Y añadía el siguiente poema:

“La voz de Dios no

nos salva de la abundancia,

Él sólo habla a los miserables,

a los ansiosos, a los impacientes,

Oh Dios, no te olvides de nosotros”.

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