Riqueza, crecimiento y lucha contra la corrupción son temas centrales en el discurso de cualquier político. Las promesas de ríos de leche y miel adornan el abanico de extremas y centros ideológicos en redes sociales y auditorios de todo el mundo.
Las metas de crecimiento, el PIB, la reducción de desigualdades, la inclusión y cantidad de objetivos de desarrollo ocupan la vida, el tiempo, la existencia y la felicidad.
Los temas y reflexiones que van más allá de estos conceptos parecen no tener espacio verdadero en la llamada agenda pública. La visión completa de otros temas esenciales, tales como el origen y destino de la vida humana; la familia, el consumo y tráfico de drogas, han caído en el prisma del pragmatismo, del cuanto cuestan y cuanto valen, sin importar lo que son.
La pérdida del buen sentido de la riqueza, remplazado por la codicia, la envidia y la lucha de clases ha despertado un resentimiento violento y ciego. El que tiene éxito y logra riqueza es visto con sospecha, no es valorado en su empeño, incluso es perseguido por ideólogos de la miseria que poco saben de responsabilidad social, trabajo constante y disciplina.
Las metas de crecimiento económico, la creación de empleo y la reducción de la pobreza, por ejemplo, no son posibles sin la sumatoria de esfuerzos y riesgos del sector público y privado. La solidez empresarial, así como del buen futuro del emprendimiento entre los jóvenes, es posible con valores humanos, leyes justas y gobernantes honestos.
El buen crecimiento económico reduce pobreza, genera riquezas compartidas y mejora condiciones de vida, pero el verdadero crecimiento es completo: del cuerpo y del alma, y por aquí está la meta.