Siguiendo las huellas de sus predecesores, en el Año de la Misericordia, el Papa ha querido ofrecer a la Iglesia un tiempo de gracia para tomar y asumir un camino claro, atractivo, radical; lo que él mismo nos decía en la bula de convocatoria: “La misericordia es la viga maestra que sostiene la vida de la Iglesia” (Misericordiae vultus 10). Francisco nos lo ha recordado permanentemente en estos meses y ha logrado poner en el corazón de los hombres el deseo del Señor: “Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia” (Mt 5, 7).
Ya en los primeros momentos de su pontificado, nos dijo de formas diferentes que la primera verdad de la Iglesia es el amor de Cristo. Recuerdo que, cuando celebró su primera Misa con el pueblo de Roma, en marzo de 2013, señaló que “el mensaje más contundente del Señor” es la misericordia. ¿Por qué? ¿Nos damos cuenta del mundo en el que vivimos? ¿Percibimos los efectos de trazar fronteras y permanecer siempre en juicio sobre los otros?
Ahora que hemos clausurado el Año de la Misericordia creo que Jesucristo nos volvería a decir más o menos: “No hagáis eso entre vosotros ni con los que os rodean, inclinaos ante cada persona que os encontréis por el camino. Tened el atrevimiento de comenzar la época nueva inaugurada por Mí; lo viejo ha pasado, ha comenzado algo nuevo”. La mejor respuesta a la gracia de este año es imitar al Dios que se hizo hombre para decirnos quién es Él y quiénes somos los hombres: perdona no con decretos sino con caricias, acaricia las heridas de nuestros pecados para sanarlos. Si hemos tenido la experiencia de dejarnos sanar por Dios, salgamos a cambiar este mundo con la gracia y la fuerza que Él nos da.
Como aseguraba san Juan XXIII en la apertura del Concilio Vaticano II, “la Esposa de Cristo prefiere usar la medicina de la misericordia más que la de la severidad”. Y como subrayaba el beato Pablo VI: “Miseria mía, misericordia de Dios. Que al menos pueda honrar a Quien Tú eres, el Dios de infinita bondad, invocando, aceptando, celebrando tu dulcísima misericordia” (Meditación de Pablo VI ante la muerte).
San Juan Pablo II, teniendo presente a santa Faustina Kowalska, intuyó después que nuestro tiempo es precisamente el tiempo de la misericordia. En la encíclica Dives in misericordia, nos decía que “la Iglesia vive una vida auténtica, cuando profesa y proclama la misericordia –el atributo más estupendo del Creador y del Redentor–” (n. 13). Y en esta línea, su sucesor, el Papa Benedicto XVI, incidió en que “la misericordia es en realidad el núcleo central del mensaje evangélico” (Domingo de la Divina Misericordia, 30 de marzo de 2008).
Hoy es el Papa Francisco quien, con sus numerosos gestos –con refugiados, ancianos, personas sin techo, etc.– y ahora en la carta apostólica Misericordia et misera, nos vuelve a recordar que “este es el tiempo de la misericordia”. “Cada día de nuestra vida está marcado por la presencia de Dios, que guía nuestros pasos con el poder de la gracia que el Espíritu infunde en el corazón para plasmarlo y hacerlo capaz de amar. Es el tiempo de la misericordia para todos y cada uno, para que nadie piense que está fuera de la cercanía de Dios y de la potencia de su ternura, […] para que los débiles e indefensos, los que están lejos y solos sientan la presencia de hermanos y hermanas que los sostienen en sus necesidades, […] para que cada pecador no deje de pedir perdón y de sentir la mano del Padre que acoge y abraza siempre” (n. 21).
Tengamos la osadía de dejarnos conducir por el Señor, en esta nueva época, en este nuevo tiempo, para diseñar el mundo con la misericordia. Prestemos la vida para hacerlo. ¿Os imagináis a todos los hombres del mundo en la comunión y amistad sincera y abierta con Nuestro Señor Jesucristo, dando al mundo la medicina de la misericordia de Dios revelada en Él? Siempre he comprendido esta medicina desde la fidelidad de Dios a todos los hombres: “Si somos infieles, Él permanece fiel, pues no puede negarse a sí mismo” (Tim 2, 13). Tú y yo podemos renegar de Dios, darle la espalda e incluso pecar contra Él, pero Dios no puede renegar de sí mismo. Él permanece fiel, siempre fiel, pase lo que pase. No se cansa, espera, alienta, ayuda a levantarse, nunca reprocha nada.
La humanidad tiene profundas heridas, fruto del descarte, los enfrentamientos o tantas esclavitudes nuevas. Muchos creen que no hay soluciones, que no hay posibilidad de rescate. Hombres y mujeres de todas las edades y situaciones sociales necesitan un abrazo que los salve, que los perdone en la raíz y los inunde de un amor infinito. Esta es la misericordia que te ofrece Jesucristo y la que te devuelve al camino. Prueba. No cuesta nada. Basta simplemente con que dejes que te abrace y te perdone. Nunca te pasa cuentas, pues te hace experimentar lo que el hijo pródigo vio y vivió: “Era preciso celebrar un banquete y alegrarse, porque este hermano tuyo estaba muerto y ha revivido; estaba perdido y lo hemos encontrado” (Lc 15, 32).
Atrevámonos a ser diseñadores y protagonistas de la época de la misericordia, teniendo muy presente todo lo que hemos vivido a lo largo de este año.
Arzobispo de Madrid