Estoy triste, lo reconozco. Tengo miedo y ansiedad, me despierto a deshora con pesadillas… Supongo que soy uno más de los muchos miles de millones de personas a quienes la situación mundial le está pasando factura.
Estos dos años de pandemia han causado mella en mucha gente, aunque para mí, tengo que reconocerlo, no han sido más terroríficos que un viaje en el tren de la bruja. Dos veces ha llegado el Covid a casa en este tiempo y las dos veces hemos escapado apenas despeinados por un escobazo en la cocorota. En mi entorno familiar y de amigos ha habido pocos casos graves y, aunque las cifras de los medios de comunicación eran escalofriantes, no he llegado nunca a pasar miedo real por mi salud o por la de los más cercanos.
Pero ha llegado la guerra y mi esperanza ha caído de golpe al suelo. En primer lugar, porque las guerras, aunque aparentemente lejanas, en un mundo globalizado y digitalizado como el nuestro, con nueve potencias nucleares, están ya siempre a un tiro de piedra; y en segundo lugar porque, aunque el movimiento en solidaridad con el pueblo ucraniano ha puesto de relieve una vez más lo mejor de la especie humana, lo cierto es que estas acciones son limitadas y han sido muchos más los ciudadanos que han corrido al supermercado a acaparar aceite o leche que los que se han volcado en ayudar al prójimo.
Puede parecerle una tontería, pero a mí me han puesto tristes las estanterías vacías. Cada vez que acudía a un supermercado y veía un producto esquilmado, solo podía oír dentro de mí un grito: ¨¡Sálvese quien pueda!”. Es verdad que se ha unido la huelga de transportistas, es verdad que algunos comercios pueden haber aprovechado la coyuntura para generar compras compulsivas y aumentar sus márgenes… Será que me ha pillado con el cuerpo cortado, pero ¡qué tristeza que no seamos capaces ni de evitar que le falten a la vecina los productos básicos de la cesta de la compra! Supongo que es el instinto de supervivencia el que nos hace acaparar sin importarnos que no quede para el hermano. ¿Qué pasaría si lo que nos viniera en el futuro fuera más grave? Mientras vivimos en la burbuja del consumo y del bienestar, parecemos una sociedad civilizada, pero en cuanto nos quitan la más mínima comodidad adquirida, nos volvemos fieras incapaces de reconocer en el otro a un hermano.
Puede parecerle una tontería, pero a mí me ha puesto también muy triste la escenita de Will Smith en la gala de los Óscar. Cuando todo el mundo civilizado se ha unido para condenar la conducta chulesca y sanguinaria de un señor que considera que tiene derecho a invadir un país porque no le hace gracia su gobierno (presidido por un humorista, por cierto), encontramos a otro señor que, a su escala, se toma la justicia por su mano zampándole un bofetón en directo al humorista que le ha tocado la moral. Confiaba en que la cultura podría salvarnos de la barbarie, y veo la barbarie enaltecida en el sancta sanctorum de la cultura de masas, la entrega de los míticos premios de cine, ante los ojos de nuestros hijos.
Soy de natural optimista, pero permítame que hoy llore un poco por todo esto, porque me parece estar viendo caer la carta en la base del castillo de naipes de la aparentemente feliz sociedad occidental, porque hoy me llega el olor a podrido de un fruto cuya cáscara le hacía parecer saludable, porque hombres y mujeres del siglo XXI seguimos siendo capaces de lo peor y nos están azuzando…
Ojalá en unos años pueda acordarme de este artículo y reírme recordando el bajón de aquel primero de abril de 2022. Mientras tanto, solo me queda una esperanza: la que viviremos en un par de semanas en un monte con tres cruces y en un sepulcro cercano. Ven, Señor, no tardes. Maranatha.
Periodista. Licenciado en Ciencias de la Comunicación y Bachiller en Ciencias Religiosas. Trabaja en la Delegación diocesana de Medios de Comunicación de Málaga. Sus numerosos "hilos" en Twitter sobre la fe y la vida cotidiana tienen una gran popularidad.