Si hay un verbo que quizás describa mejor la novedad del Concilio Vaticano II es “participar”. Como destacó el Papa en su homilía por el 60 aniversario de la apertura de la asamblea ecuménica, por primera vez en la historia, la Iglesia “ha dedicado un Concilio a cuestionarse a sí misma, a reflexionar sobre su propia naturaleza y misión”. Para llevar a cabo una tarea tan extraordinaria, el Concilio no podía limitarse a implicar sólo a una parte de los fieles, sino que debía “abrir una temporada” que hiciera participar a todos los bautizados. “En la Iglesia”, leemos en el decreto conciliar Apostolicam Actuositatem, “hay diversidad de misterio, pero unidad de misión”. Y, por tanto, la misma dignidad.
Precisamente con el Concilio, con la Lumen Gentium en particular, se afirmó la definición de la Iglesia como Pueblo de Dios, en la que todos somos miembros y estamos llamados todos a compartir la “alegría y la esperanza” (Gaudium et Spes) que brota del Evangelio. Este fue el gran sueño de Juan XXIII, hace 60 años. Esta es también la visión que Francisco tiene para la Iglesia del Tercer Milenio. Por eso, el primer Papa “hijo del Concilio” (fue ordenado sacerdote en 1969) tiene el Sínodo tan cerca de su corazón. Un fruto maduro del propio Concilio que -en la intención de Pablo VI que lo instituyó- continúa y desarrolla precisamente su dimensión participativa del pueblo: esa comunión eclesial sin la cual no se podría vivir plenamente la fe cristiana.
Sínodo significa “caminar juntos”. A esto nos exhorta el Papa: a sentir y ser todos en camino (“Iglesia en salida”) para encontrar al Señor resucitado y testimoniar con alegría a las mujeres y a los hombres de nuestro tiempo la belleza de este encuentro que da la vida eterna. Es la alegría que proviene de la relación con una Persona viva, no con un recuerdo del pasado, porque, como ya señaló el filósofo Kirkegaard, “la única relación que se puede tener con Cristo es la contemporaneidad”.
Subdirector. Dirección Editorial del Dicasterio para la Comunicación.