El presidente de la Conferencia Episcopal Española, Mons. Luis Argüello, denunció hace unas semanas la sinrazón de que las primeras comuniones parezcan bodas. Yo hoy voy a ir más allá: ¿No son ya de por sí las bodas una exageración?
Resulta paradójico que, en una época como la nuestra, en la que valoración de la institución matrimonial (con o sin sacramento de por medio) está en sus horas más bajas, las ceremonias nupciales se hayan convertido en eventos de una magnitud y complejidad fuera de lo común. La boda es, de hecho, para algunos, mucho más importante que el matrimonio en sí.
El despiporre comienza en las denominadas despedidas de soltero, que podrían tener su sentido cuando el novio o la novia abandonaban la casa de sus padres para iniciar la vida en común; pero la mayoría de las parejas de hoy ya saben bien lo que es no dormir en casa de papá y mamá.
Las despedidas podrían tener su lógica cuando el matrimonio significaba renunciar a vivir preocupándose solo de uno mismo para comenzar a vivir para el cónyuge y los hijos; pero muchos matrimonios jóvenes siguen saliendo con los amigos de toda la vida, están abiertos a nuevas aventuras amorosas porque no creen en el amor para siempre y la responsabilidad común más alta que llegan a asumir es la de adoptar juntos una mascota (o varias).
¿De verdad tiene sentido seguir llamándolas despedidas de soltero cuando en realidad muchos matrimonios actuales son solo dos solteros que viven juntos?
En cuanto a las bodas, se han convertido en una carrera desenfrenada por el «yo más». El efecto que en los pueblos llevaba a las familias a competir por ver quién agasajaba mejor a los invitados, se ha visto multiplicado por el efecto de las redes sociales.
Las empresas organizadoras de eventos y de restauración conocen esta debilidad humana, la envidia, e inflan los precios hasta niveles desorbitados.
Muchas parejas se ven obligadas a organizar un bodorrio muy alejado de sus gustos y posibilidades para evitar comparaciones. Ya no es solo la boda, el vestido, el banquete…; es la invitación más original, la iglesia más fotogénica, la preboda más divertida, el coche mejor adornado, el menú más exclusivo, la mesa dulce mejor surtida, el regalito más curioso para los invitados, el baile de recién casados más inolvidable, el DJ más de moda… Cientos de detalles que hacen sufrir muchísimo a las parejas y a sus familias.
¡Cuántos dejan de casarse por la sencilla (y lógica) razón de que las bodas de hoy son una locura!
Una boda con cientos de invitados tenía un sentido social cuando lo que se celebraba era una unión fecunda y para siempre, pues las dos familias quedaban unidas por lazos fuertes.
En la boda, los familiares y amigos arropaban a los novios y les ayudaban incluso económicamente, pues aún eran jóvenes, a comenzar su nueva vida juntos de la que nacería una prole que extendería los apellidos familiares.
Pero, ¿qué sentido tiene que una pareja invite a su familia a una ceremonia para pagar entre todos cuando la edad media para casarse en España ronda los 35 años, la duración media del matrimonio está en 16 y el número medio de hijos es de uno? ¿Y cuando un familiar se casa dos o tres veces? ¿Qué estamos celebrando? ¿A quién estamos arropando? ¿Cuál de las tres fiestas es la buena y cuáles hay que olvidar?
El carácter social de la boda se ha perdido y ha dado paso a una ceremonia donde ya no se celebra el «nosotros», sino el culto al «yo» propio de la cultura narcisista en la que vivimos.
Todos quieren ser, aunque sea por un día, el niño en el bautizo, la novia en la boda ¡y hasta el muerto en el entierro!; convertirse en el centro de atención, recibir el aplauso, que les hagan un buen reportaje de fotos y viajar a un resort con pulsera todo incluido.
El desmadre de las autofiestas de esta generación comenzó con los cumpleaños, que dejaron de ser una sencilla merienda con los primos; siguió por las ceremonias de graduación ¡hasta para recoger el título de infantil!; continuó por el viaje iniciático a Eurodisney (lo de la comunión, no nos engañemos, es una mera excusa para muchos) y, así, siguió una larga lista de celebraciones destinadas a sentirnos el centro del mundo.
Que no digo yo que no haya que celebrar por todo lo alto las cosas importantes, porque también es muy fácil caer en el puritanismo más rancio y tacaño; sino de poner lógica en todo y ayudar, especialmente, a que nadie se quede sin recibir un sacramento por falta de dinero o ganas de meterse en líos (¡cuántos niños sin bautizar porque los padres lo van dejando, dejando…!).
Es urgente hablar más con los jóvenes para ayudarles a recuperar la cordura en las celebraciones, para hacerles ver que quizá haya que levantar el pie del acelerador que les impulsa hacia el precipicio de la nada y recuperar la sobriedad que da el vino de las bodas de Caná.
Ese vino nuevo que no emborracha ni nos aleja de nuestra realidad, sino todo lo contrario: nos hace saborear el auténtico sentido de la fiesta y nos invita a ponernos nuestras mejores galas para entrar al gran banquete, el de las bodas del cordero, en el que, ahí sí que sí, todos seremos la novia en la boda.
Periodista. Licenciado en Ciencias de la Comunicación y Bachiller en Ciencias Religiosas. Trabaja en la Delegación diocesana de Medios de Comunicación de Málaga. Sus numerosos "hilos" en Twitter sobre la fe y la vida cotidiana tienen una gran popularidad.