A raíz de la polémica imagen mostrada por Lalachus en las campanadas de Televisión Española, recordé una carta al director que publiqué en El País el 16 de mayo de 2016. Decía lo siguiente (perdón por la autocita):
“Tenemos un problema en este país a la hora de entender la libertad de expresión. La libertad de expresión no es el derecho al insulto, ni el derecho a ofender gratuitamente los sentimientos ajenos.
Uno puede estar en contra de la Iglesia, del nacionalismo, de los homosexuales o de los coleccionistas de sellos, pero eso no da derecho a expresar cualquier cosa, en cualquier sitio y de cualquier forma. Asaltar capillas semidesnudo en medio de ceremonias litúrgicas, silbar un himno en el momento en que se toca oficialmente, mofarse con caricaturas de la religión de los demás, o llamar maricón a alguien por su orientación sexual, no parece que sean modos de expresar racionalmente una opinión contraria. Más bien parecen mostrar el deseo de insultar a los demás.
Para discrepar sobre cualquiera de estos temas hay contextos y formas más adecuados, sobre todo si pretendemos construir una sociedad abierta y tolerante. Y es que, como ya decía Aristóteles, «cualquiera puede enfadarse, eso es muy fácil. Pero enfadarse con la persona adecuada, en el grado exacto, en el momento oportuno, con el propósito justo y de la forma correcta, eso ciertamente, no resulta tan fácil»”.
Han pasado ocho años desde esta publicación, pero lamentablemente, parece que no hemos avanzado en este asunto, sino todo lo contrario.
Recientemente, el gobierno español ha propuesto eliminar el delito de ofensas contra los sentimientos religiosos y las injurias a la Corona. Aunque se pueda argumentar que esta medida busca reforzar la libertad de expresión, en la práctica parece abrir la puerta a la normalización del insulto y la burla gratuita hacia instituciones y creencias que son significativas para muchos ciudadanos.
Es profundamente triste observar cómo, como sociedad, hemos logrado avances notables en la sensibilidad hacia el lenguaje sexista, racista u homofóbico, pero no aplicamos el mismo estándar a otros contextos. Nos esforzamos por proteger a ciertos colectivos del lenguaje vejatorio, y eso es un logro encomiable. Sin embargo, ¿por qué no extendemos ese mismo principio de respeto a otros ámbitos? ¿Por qué la ofensa hacia una fe religiosa, una institución o un símbolo cultural parece gozar de un amparo especial?
No se trata de coartar la crítica legítima o el debate sobre cuestiones de relevancia pública. Al contrario, una sociedad verdaderamente libre y plural necesita espacios para disentir y para cuestionar, pero siempre desde el respeto y la racionalidad.
Confundir la libertad de expresión con el derecho a humillar no solo distorsiona su significado, sino que también erosiona los valores que deberían sostener una convivencia pacífica.
Redactor de Omnes. Anteriormente ha sido colaborador en diversos medios y profesor de Filosofía de Bachillerato durante 18 años.