Me comentaba un amigo, hermano mayor de una conocida hermandad, la diferencia que él apreciaba entre las obras de misericordia corporales – dar de comer, dar posada, vestir al desnudo, visitar a los presos,…- y las espirituales -instruir, aconsejar, consolar, confortar,…-. La diferencia consistía en que las corporales se referían al dar, mientras que las espirituales suponían darse.
Se podrían hacer algunas matizaciones a esta afirmación, pero en líneas generales está bien razonado. Esto no supone que unas estén sobre las otras, las dos tienen el mismo valor; pero es cierto que las obras de misericordia corporales se podrían ejercitar, aunque fuera de forma espuria, sin rectitud de intención, incluso intereses ajenos a la misma obra realizada, como obtener una desgravación fiscal, mejorar la imagen o tranquilizar la conciencia. Las espirituales implican un compromiso mayor, en ellas la persona se implica más. En cualquier caso, todas suponen volver la mirada al otro, estar centrado en los demás, conocer y atender sus necesidades, bien directamente o a través de una entidad como las hermandades.
Se trata de dar y de darse; pero nadie da lo que no tiene. Para darse hay que poseerse, lo que supone aceptarse como ser creado por Dios a su imagen a semejanza, que es la verdadera naturaleza del hombre. No obstante, se va extendiendo y afianzando una cultura basada en el rechazo a ese aceptarse como ser creado, con una naturaleza dada, e intenta dotarse de una nueva naturaleza elaborada desde su propia iniciativa. Todas esas tentativas adoptan como soporte intelectual la dictadura del relativismo, “que no reconoce nada como definitivo y que deja sólo como medida última al propio yo y sus apetencias» (Ratzinger); que niega la posibilidad de alcanzar una verdad común sobre la que construir la convivencia humana, y la sustituye por la que cada uno establezca en cada momento Puesto que no hay una verdad sobre la persona, ésta será lo que cada uno estime oportuno. Sus planteamientos nunca atentarán contra la dignidad de la persona, porque esa dignidad también es relativa, imputable sólo a un concepto de persona.
Son muchas las manifestaciones de ese empeño de algunos en establecer su propia verdad sobre el hombre: la teoría de género (soy yo quien decide mi género, con independencia de haber nacido hombre mujer); la capacidad para decidir sobre la propia vida (eutanasia, suicidio), o la de los demás (aborto); la deconstrucción de la familia (nuevas formas de agrupamientos familiares, educación de los hijos por el Estado); el derecho de cada minoría identitaria, natural o inducida, a que sus opiniones, transformadas en derechos exigibles, sean admitidos y protegidos de forma excluyente para los demás (cultura woke y política de cancelación), y así podríamos seguir.
Superando estos planteamientos se presenta la Caridad que reside precisamente en ese vaciarse de uno mismo para dejar que sea Dios quien tome posesión de cada uno –… ya no soy yo quien vive, es Cristo quien vive en mí… (Gálatas 2.20)-, dando plenitud a la persona, invitada por Dios a que su biografía sea un continuo acto de amor, una caridad continua, un permanente mirar a los demás desde Cristo.
Abordado así el concepto de la Caridad se abre a las hermandades un campo de actuación, y sobre todo de reflexión, mucho más amplio que el de la asistencia social, que pasa de ser un fin en sí misma a la actuación inevitable de la persona en el ejercicio de su ser. La Caridad se asienta, pues, sobre la formación doctrinal que la hermandad debe procurar a cada hermano, que lleva inevitablemente al dar y darse a los demás.
Doctor en Administración de Empresas. Director del Instituto de Investigación Aplicada a la Pyme Hermano Mayor (2017-2020) de la Hermandad de la Soledad de San Lorenzo, en Sevilla. Ha publicado varios libros, monografías y artículos sobre las hermandades.