Cuando yo era pequeño y mi madre se daba cuenta que se me veían los calcetines… me mandaba quitarme el pantalón para quitarles el dobladillo: ¡vas como si fueras un pescador!
Los únicos que enseñaban los calcetines blancos o con muchos colores eran los payasos en el circo. Hoy es una moda en todas las partes el llevar los pantalones por encima del tobillo y se ve el calcetín (y muchas veces el calcetín con dibujitos…) o la carne.
Se puso de moda llevar los pantalones rotos, ¡y se venden así, rotos! Antes, mi madre me hubiera llamado de todo si hubiera salido con el pantalón vaquero roto ¡se puso de moda. Y así ¡tantas cosas!
Impresionante que estas modas se extendieron inmediatamente por todo el mundo: En América y en Europa, pero también en África y en Asia… ¡Todos lo han asumido como propio! Gente de todas las edades, hombres hechos y derechos, algún ancianillo, los niños y, ¡por supuesto! los jóvenes.
Es cuestión de moda, que nos la transmiten los medios de comunicación, las redes sociales, los influencers y, digo yo, alguna empresa que saca con ello beneficios.
Y yo me pregunto, ¿qué hacemos los cristianos para no poner de moda lo que creemos y vivimos? No somos tan pocos, y parece que lo que nosotros tenemos en el corazón no termina nunca de formar parte de nuestras modas, costumbres o formas…
Hay algo que me falla, los cristianos debemos ser luz, levadura, sal… y con el número de bautizados que somos… ¿Cómo podemos acoger con normalidad leyes que van en contra de la vida, dignidad de la de la familia, de la mujer, del trabajo, de la libertad, de los niños, de la propiedad…?
Si algo tan poco sustancial, como son las modas, se impone como criterio de comportamiento y de normalidad, cuando en sí mismas es indiferente una cosa que la opuesta… ¿Cómo es posible que tengamos tan poca influencia para lo que de verdad es importante, para lo que es transcendental para el ser humano?