A lo largo de más de veinte siglos de historia, y a partir de la experiencia de cristianos egregios, la Iglesia ha ido desarrollando una doctrina sobre la participación social del cristiano en la vida pública.
Esta enseñanza está actualmente contenida, entre otros muchos documentos, en la constitución pastoral Gaudium et spes del Concilio Vaticano II (esp. núms 23-32) y la Exhortación Apostólica Christifideles laici de san Juan Pablo II. El Catecismo de la Iglesia Católica(núms. 1897-1917) ofrece una síntesis maravillosa de toda ella.
El meollo de esta doctrina se puede resumir así: cada cristiano, a través del cumplimiento de sus deberes cívicos, debe asumir en conciencia, con plena libertad y responsabilidad personal, su propio compromiso social de animar cristianamente el orden temporal, respetando sus propias leyes y autonomía. Este gustoso deber de promover el bien común mediante un compromiso voluntario y generoso es inherente a la dignidad de la persona humana.
Entre los temas centrales que afectan a la vida pública, la Iglesia siempre ha recordado la primacía de la persona sobre la sociedad y el Estado, la preeminencia de la moral sobre el derecho y la política; la defensa de la vida desde el momento de su concepción hasta su término natural, la centralidad de la familia matrimonial, el derecho y deber de trabajar en condiciones dignas; el derecho a la salud y la educación, la propiedad privada con su función social como necesidad y garantía de una libertad solidaria; el cuidado del planeta como casa común de la humanidad, la necesidad de desarrollar un sistema económico libre, solidario y sostenible, la construcción de una paz justa y estable a través del establecimiento de una comunidad internacional ordenada por el derecho.
Una vida pública marcada por el secularismo
Por desgracia, en Occidente, la vida pública está muy alejada de los principios cristianos que la animaron en su nacimiento y de los principios morales formulados por la ley natural y la doctrina de la Iglesia, que acabamos de esbozar. Así lo han manifestado importantes pensadores como Joseph Ratzinger, Charles Taylor, Jean-Luc Marion o Rémi Brague, entre otros muchos.
Nuestra era ha sido calificada de secular, posmoderna, poscristiana, posverdadera y transhumanista. Y no falta acierto en todos estos calificativos, que responden a un común denominador: vivir como si Dios no existiese y como si el ser humano tuviese derecho a ocupar su lugar: el homo deus.
Nuestros espacios públicos, sobre todo en algunos países como Francia, han quedado completamente secularizados; las religiones han sido relegadas al ámbito privado cuando no al de la intimidad; la ley natural es seriamente cuestionada e incluso rechazada de plano por algunos cristianos (¡basta pensar en el famoso No de Karl Barth!), el pensamiento metafísico ha sido sustituido por un pensamiento débil y relativista, por considerarse este el más adecuado para una sociedad abierta y pluralista.
La conciencia moral es tratada como mera certidumbre subjetiva.
La autoridad política ha sido desligada de cualquier principio moral vinculante más allá de los derechos humanos, considerados estos, ya no como exigencias naturales, sino como productos del consenso humano, y por tanto modificables y extensibles a la protección de actos contrarios a la naturaleza.
El positivismo jurídico ahoga los ordenamientos y asfixia a los ciudadanos.
La familia matrimonial se ha convertido en una de las muchas opciones dentro de una oferta que ya llama a las puertas de la poligamia como un modo más de unidad familiar. El aborto se ha erigido en derecho, eso sí, ¡en un aborto de derecho!
El derecho a la educación está siendo pisoteado por los poderes públicos, que lo emplean como instrumento de adoctrinamiento social.
Se ha generalizado un discurso de lo políticamente correcto que restringe la libertad de expresión, imponiendo modos de decir y comportamientos también en los ámbitos académicos más liberales. No cesan las presiones para convivir conforme a una uniformidad ideológica.
La verdad se considera un producto de fábrica que se elabora en los laboratorios de unos poderosos que solo buscan dominar el mundo a cualquier precio. En el debate de muchas democracias modernas y avanzadas, convive la negación de la verdad con la dictadura de las mayorías.
El resultado es la llamada cultura de la cancelación que ha llegado incluso a validar la venganza como arma política. El populismo campa a sus anchas en el espacio público. Entre tanto, la práctica religiosa ha caído alarmantemente.
Por lo demás, la persecución física que están sufriendo los cristianos en el mundo es similar a la que sufrieron nuestros hermanos en la fe en época imperial romana. El informe anual presentado por la organización Puertas Abiertas señala que el número total de cristianos asesinados en 2022 fue de 5.621 y el número total de iglesias atacadas bajo diferentes niveles de violencia alcanzó las 2.110.
Cristianos comprometidos con la verdad
Así las cosas, transformar la vida pública en nuestros días no solo requiere de grandes ideas, sino también y sobre todo de grandes personas, de cristianos ejemplares y valientes que sean reconocidos en los parlamentos y foros públicos por su inquebrantable compromiso con la verdad, por su profundo respeto a todas las personas con independencia de las ideas que defiendan, por su capacidad de perdonar setenta veces siete, por su fuerte compromiso con los pobres y más necesitados y por su frontal rechazo de cualquier forma de corrupción política.
Nuestro tiempo demanda un buen puñado de ciudadanos magnánimos, auténticamente libres, que ennoblezcan con su buen hacer el espacio público, convirtiéndolo en un lugar de encuentro con Dios y servicio a la humanidad.