Por esas pequeñas coincidencias de la vida, tuve la suerte de estar presente en la primera audiencia de Juan Pablo I, el Papa de los «33 días» que pronto será beatificado. Pasé el mes de agosto de 1978 en Roma y así pude estar presente en los funerales de San Pablo VI, fallecido el 6 de ese mes, y en el anuncio de la elección de Albino Luciani, que tuvo lugar el mismo 26 de agosto.
La actividad en la que participé terminó a principios de septiembre, por lo que pude acudir a la primera Audiencia General, que se celebró el 6 de septiembre. Aunque su pontificado duró muy poco, dejó claro que, entre otras muchas cosas, sería necesario dar a la figura del Papa una dimensión más cercana al pueblo. Este fue el camino, ya emprendido por Pablo VI y Juan XXIII, que luego adoptó con fuerza Juan Pablo II.
El hecho sorprendente fue la repentina decisión de llamar a un niño, un monaguillo, para que dialogara con él. La decisión fue repentina y el proceso, como suele ocurrir con los niños, no se desarrolló según los cánones esperados. El Papa, como todo buen sacerdote, hizo preguntas al niño, esperando la respuesta obvia que le permitiera continuar el discurso según sus expectativas. Pero no fue así.
«Me dicen», dijo, «que aquí hay monaguillos de Malta. Venga uno, por favor… Los monaguillos de Malta, que durante un mes sirvieron en San Pedro. Entonces, ¿cómo te llamas? – James. – James. Y, escucha, ¿has estado alguna vez enfermo, tú? – No. – Ah, ¿nunca? – No. – ¿Nunca has estado enfermo? – No. – ¿Ni siquiera fiebre? – No. – ¡Oh, qué suerte!».
El niño, tal vez emocionado, dijo que nunca había estado enfermo en su vida, y el Papa, nada turbado, bromeó al respecto y siguió sin resentirse.
Parece poco, pero fue una revolución. Todos comprendimos que, con la elección del «padre Luciani», Dios quería no sólo «estar» más cerca de los hombres, sino también «parecerlo».