En este tiempo de confinamiento todos hemos vivido con cierta intranquilidad y desasosiego esta pandemia: la incertidumbre de si estamos contagiados, pero seamos asintomáticos; de si el vecino que nos saluda puede contagiarnos sin darse cuenta; de si yo voy a llevar este dichoso bicho a mis padres, mayores, cuando les lleve la compra… incertidumbre al saber que un familiar, un amigo, un compañero, un vecino, ha sido llevado al hospital y ¡no sabemos si podrá volver a casa o no!
Todos hemos sentido en nuestra carne la pobreza y limitación de no poder ayudar, de no aportar más, de desear llevar a más gente paz y una sonrisa, y descubrir que la situación nos ha superado en muchas ocasiones.
Hemos visto héroes y heroínas que se han entregado para ayudar a todos a vivir el confinamiento: personal sanitario, taxistas, policías y militares, gente en su puesto de trabajo en comercios, en bancos, en los camiones… y ellos se han sentido acompañados por nuestra oración y consuelo. Se nos ha hecho larguísimo este tiempo en el que no hemos podido recibir los sacramentos de la comunión y de la confesión. Sí, hemos asistido a Misas online o por la televisión… pero ¡no hemos recibido la eucaristía! Y el sacramento de la penitencia… ¡Qué necesario y qué alivio del corazón!
¡Hemos sentido en nuestro corazón compasión misionera! Porque eso que hemos vivido, es lo que viven los cristianos, nuestros hermanos, en tierras de misión con normalidad: incertidumbre ante la fragilidad de su salud; la impotencia para cambiar situaciones de dolor y sufrimiento; imposibilidad, muchas veces, de recibir los sacramentos con frecuencia; la heroicidad de los misioneros y de los sacerdotes y religiosos nativos, que están dando su vida por llevar hasta el último rincón, la Palabra de Dios y su infinita misericordia. Ojalá este sufrimiento nuestro nos haya servido para estar más cerca de nuestros hermanos de las Iglesias más jóvenes.