Muchos son los llamados y pocos, cada vez menos, los escogidos que se apuntan a la asignatura de Religión en España.
La formación religiosa en nuestro país viene sufriendo en las últimas décadas un auténtico calvario, siendo el chivo expiatorio de muchos de los complejos que arrastran nuestros políticos.
Cuando gobiernan los de izquierdas, por su trasnochado anticatolicismo y, cuando les toca a los de derechas, porque se lavan las manos “no vaya a parecer que…”.
El caso es que unos y otros han conseguido la barrabasada de arrinconar una asignatura que goza de todo prestigio en los países de nuestro entorno en los que es valorada socialmente y está integrada perfectamente en el currículum escolar.
Con la paciencia de Job, los profesores de Religión vienen soportando año tras año leyes que parecen diseñadas para disuadir a los alumnos a matricularse.
Una asignatura opcional que se ha reducido a la mínima expresión en cuanto a carga lectiva, que no cuenta con alternativa seria para quienes no la estudien y que, para más inri, no cuenta para la nota media, es una materia abocada al abandono por parte de los alumnos.
Aunque a muchos les gustaría ver ya en bandeja de plata la cabeza de la asignatura de Religión, lo cierto es que esta se defiende como David contra Goliat. Según los últimos datos hechos públicos por la Conferencia Episcopal Española, nada menos que un 60 por ciento de los alumnos (más de tres millones) rechaza venderse por ese plato de lentejas y sigue apostando por una formación integral que no prescinda de la dimensión religiosa propia de todo ser humano.
Y es que, en pleno siglo XXI, no se sostiene el viejo discurso de que la Religión es un rollo macabeo, pues es de sentido común que nuestra cultura, nuestro arte, nuestro sistema de pensamiento y los valores que compartimos en occidente y que cristalizan en los derechos humanos hunden sus raíces en el cristianismo.
En época de vacas gordas, muchos quisieron vender la idea de que Dios no es necesario para el desarrollo de la persona; pero vinieron las vacas flacas de la crisis económica, de la pandemia, de la guerra, y muchos jóvenes y no tan jóvenes empiezan a notar que la sociedad del bienestar, el becerro de oro, no tiene todas las respuestas.
El eslogan de “si no lo veo no lo creo” se ha vuelto en contra de quienes negaban toda dimensión trascendente, porque lo que de verdad ven y tocan muchos jóvenes es la llaga de un mundo cada vez más desigual, donde los ricos son más ricos y los pobres más pobres, donde las promesas de felicidad, prosperidad e igualdad de las ideologías se revelan más falsas que el beso de Judas.
La Torre de Babel en que se ha convertido el parlamento es incapaz de buscar una solución de consenso, ese pacto educativo que en tantas ocasiones han solicitado los padres y los profesionales de la enseñanza.
Mientras tanto, la clase de Religión continuará su larga travesía del desierto, yendo de Herodes a Pilatos y sorteando las trampas saduceas que las distintas administraciones seguirán poniendo en el camino.
Otro gallo cantaría a la educación si en lugar de meter cizaña, algún gobierno se decidiera a tomar la decisión salomónica de respetar una asignatura que, año tras año, recibe el aval explícito y contracorriente de la mayoría de los padres y alumnos del país.
La Religión Católica, una asignatura con rostro de ecce homo tras años de vapuleo, pero necesaria para entender nuestro mundo y, si ha prestado usted atención, cada una de las frases que componen este artículo. Quizá ya se haya dado cuenta y decida compartirlo con quienes sabe que lo entenderán; o quizá prefiera no hacerlo por aquello de que no vale la pena echarle perlas a los cerdos.
Periodista. Licenciado en Ciencias de la Comunicación y Bachiller en Ciencias Religiosas. Trabaja en la Delegación diocesana de Medios de Comunicación de Málaga. Sus numerosos "hilos" en Twitter sobre la fe y la vida cotidiana tienen una gran popularidad.