TribunaR.J. Snell

Hombres y mujeres de esperanza

Ante la situación de crisis que parece abrazar todos los ámbitos de la existencia y la sociedad actual, los católicos hemos de ser, más que nunca, hombres y mujeres de esperanza.

16 de noviembre de 2022·Tiempo de lectura: 3 minutos
católicos

Hace poco me enteré de que el “doomscrolling”, es lo suficientemente frecuente como para preocupar a médicos y terapeutas. Se trata de la obsesión por las noticias negativas en las redes sociales, un extraño deseo de sentirnos bien por sentirnos mal.

Ciertamente, los problemas abundan, y por todos lados. La guerra, la economía, la desintegración familiar, el colapso demográfico, la pérdida de adhesión religiosa y la sensación de que Occidente está decadente, con los católicos enredados en esa decadencia. Es demasiado fácil encontrar malas noticias, incluso malas noticias sobre la Iglesia.

Por otra parte, siempre hemos tenido problemas. Me consuela recordar que la primera persona que recibió la Eucaristía fue Judas Iscariote. Más que una historia triunfal, la Última Cena tiene la traición grabada en su núcleo y presagia las agonías del Huerto y la Cruz. El cristianismo no es un cuento de hadas, y la Encarnación trae la redención, pero también el sufrimiento de Cristo. De hecho, nos prometió nuestras propias cruces.

No es casualidad que Jesús sea tentado para hacer las cosas fáciles y seguras. Pan, señales, paz, es decir, prosperidad, certeza y seguridad. En muchos sentidos, el proyecto moderno prometió un mundo seguro y próspero gracias a la certeza de la ciencia. Si, como afirmaba Francis Bacon en su Nuevo Órgano, nos liberábamos de las supersticiones, recurriendo al poder humano para producir y controlar, podríamos progresar hacia el cielo en la tierra, mejorando la suerte humana para siempre. O, como dice el Gran Inquisidor de Dostoievski, Cristo ofrece libertad, pero lo que queremos es pan. Lo que Jesús experimentó como tentaciones, la modernidad lo ha reclamado como buenas noticias.

Como hombres modernos experimentamos una seguridad, una certidumbre y una prosperidad de las que raramente se ha disfrutado a lo largo de la historia. Gran parte de esto es bueno, por supuesto. Ninguna persona prudente ve con buenos ojos el hambre o la guerra. Pero tal vez hemos confundido ámbitos y suponemos que el admirable progreso en ciencia, tecnología y medicina se traslada al ámbito de la libertad humana.

Al dominio de nuestras acciones, de nuestros amores, de nuestro espíritu y, por tanto, también de nuestros pecados. Si la ciencia puede traer salud y prosperidad, ¿por qué no puede vencer la lujuria de la carne, la lujuria de los ojos y la soberbia de la vida?

Cuando la realidad humana se resiste obstinadamente a las soluciones tecnológicas, muchos ceden a tres errores. Para los que se han convertido en racionalistas, convencidos de que hay una solución para todos los problemas humanos, aparecen dos errores: primero, un redoblamiento del racionalismo, una voluntad de sacrificar la libertad y las personas a la técnica, convencidos de que sólo hay que probar una solución mejor; segundo, una resignación desesperada de que el arco de la decadencia y el declive es ya permanente e inexorable, y lo único que hay que hacer es esperar el final.

En tercer lugar, otros abrazan una especie de fundamentalismo ahistórico, empeñados en vivir en un mundo que ya no existe (si es que alguna vez existió) y que ven a la Iglesia como una vía de escape, un lugar de seguridad cuando el mundo parece arder con muchos problemas. 

Sin embargo, para la mente católica, las formas de racionalismo y fundamentalismo no tienen ningún atractivo porque tenemos la esperanza infundida en nosotros a través de nuestro bautismo y los dones del Espíritu Santo. Si nos desesperamos, levantando las manos y concluyendo que no se puede hacer nada, hemos perdido la esperanza. Si silbamos alegremente melodías felices, indiferentes a los desafíos y al sufrimiento, somos culpables de presunción.

En cambio, Dios nos da esperanza y nos pide que la mantengamos, porque sabemos que hay otro, Dios, para quien nada es imposible y que no quiere que nadie perezca. Cristo no ha venido a condenar, sino a salvar (Jn 3, 17) y, sobre todo, que hay otro que actúa en nuestro mundo y que no nos quita la libertad ni la responsabilidad, sino que nos da aún más libertad y responsabilidad, así como la gracia necesaria.

Nuestra tradición entiende que la esperanza es una virtud. Las virtudes no disminuyen al ser humano, sino que nos hacen más perfectamente humanos además de hacernos amigos de Dios. La esperanza no es un mero rasgo de la personalidad, sino una disposición para pensar, elegir y actuar como se debe. 

Nuestro tiempo necesita que los católicos sean buenos católicos y buenos seres humanos. La mente católica es esperanzadora no porque confíe en el racionalismo; tampoco se retira a algún refugio eclesiástico. La mente católica es esperanzadora porque hay un Dios que promete que su voluntad se cumplirá, y él quiere el bien.

La mente católica también sabe que el camino del propósito de Dios incluye la Cruz, y no puede evitar la Cruz, no puede llegar a sus propósitos por otro camino más fácil. Por eso, mientras nos lamentamos por tantas malas noticias, por tantas noticias terribles, no desesperamos.

El autorR.J. Snell

Redactor jefe de The Public Discourse.

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