No hace mucho, y me refiero tan sólo a unas cuantas décadas atrás, el hablar de realidades católicas estadounidenses implicaba hablar de comunidades y líderes eclesiales primordialmente de origen irlandés, alemán, italiano, entre otras nacionalidades europeas.
Los cambios demográficos y culturales en el mundo católico estadounidense en las últimas décadas han cambiado eso. Cuando se habla de la Conferencia de Obispos Católicos de los Estados Unidos, el primer nombre que suena es el de su actual presidente, el Arzobispo José Gómez. Monseñor Gómez, de origen mexicano, es también el líder pastoral de la arquidiócesis católica más grande del país, Los Ángeles, en la cual viven más de 4.3 millones de católicos, 74 por ciento de ellos hispanos.
En las urbes más grandes del país, incluyendo Chicago, Houston, Miami y Nueva York, más de la mitad de la población católica que reside allí es hispana. Unas 4.500 parroquias católicas de las aproximadamente 16.900 que hay en el país ofrecen servicios y acompañamiento pastoral en español.
Estos signos y realidades sirven como evidencia del movimiento tectónico a nivel cultural y eclesial que está ocurriendo en el mundo católico estadounidense. Quizás el mejor indicador de lo que el catolicismo en los Estados Unidos será en lo que resta del siglo XXI son los jóvenes. Aproximadamente el 60 por ciento de los jóvenes católicos menores de 18 años son hispanos. No hay que adivinar qué rostro tendrán el liderazgo y las comunidades católicas estadounidenses en los años venideros.
La historia de las comunidades católicas
El hablar de un movimiento tectónico exige también hablar de geografía. La gran mayoría de inmigrantes católicos que llegaron desde Europa en los siglos XIX y comienzos del siglo XX se radicaron en el noreste y el medio oeste del país. Allí establecieron una red masiva de parroquias, colegios, universidades y centros de servicios sociales que hicieron de los católicos uno de los grupos más influyentes en el contexto estadounidense.
Desde el año 2015, gracias a la presencia hispana que fluye sin parar desde América Latina y el Caribe, la mayoría de católicos estadounidenses ahora viven en el Sur y el Oeste del país. Allí se forja el presente y el futuro del catolicismo estadounidense. Uno de los grandes desafíos es la falta de estructuras básicas que apoyen el crecimiento de la población católica hispana, especialmente parroquias y colegios católicos. Sin embargo, es un catolicismo más ágil, menos estructurado y más diverso.
Parte de mi trabajo investigador como teólogo es estudiar la evolución estructural, cultural y teológica de esta nueva manera de ser católicos en un país de profundas raíces anglosajonas y protestantes. Ser parte de la experiencia católica estadounidense en el siglo XXI es participar del nacimiento de una comunidad que se ha ido gestando por siglos. Y como todo nacimiento, el surgir de esta comunidad no viene sin sus debidos dolores.
A mí me gusta cocinar. Me gusta experimentar con ingredientes y sazones. Me gusta cambiar las recetas de vez en cuando. También me gusta comer en restaurantes y a veces suelo pedir el mismo plato en distintos lugares para poder apreciar las distintas maneras como es preparado. No me deja de llamar la atención que aunque los ingredientes sean prácticamente los mismos, los sabores son distintos dependiendo de quién los cocine y cómo lo haga. Por supuesto, la calidad de los ingredientes y las sazones también afecta el sabor.
Pues bien, somos testigos hoy en día de una serie de cambios demográficos, socioculturales y eclesiales profundos que hacen del catolicismo estadounidense una experiencia con un sabor particular. Es un catolicismo estadounidense con sabor hispano del que hay mucho qué decir y del cual seguramente escucharemos bastante en este siglo.