Cuando comencé a cubrir el Vaticano en los años 90, el periodista italiano Vittorio Messori era una leyenda. […] Recuerdo cómo hablaba en cierta ocasión sobre […] las muchas atrocidades de la historia humana que se han evitado gracias al sacramento de la confesión, ese momento único en el que, de manera absolutamente privada, un sacerdote puede hablar de corazón a corazón con alguien, abriendo la posibilidad de un radical cambio de vida.
El recuerdo me viene a la memoria a la luz de un proyecto de ley que actualmente se debate en el Senado de California, la ley SB 360, que suprimiría el secreto de confesión al eliminar, de la ley estatal que establece la obligación de informar, una exención en caso de “comunicación penitencial”. Su promotor, el senador Jerry Hill, afirma que es necesaria porque “se ha abusado a gran escala del privilegio clérigo-penitente, llevando en múltiples iglesias y denominaciones religiosas a aquel abuso sistemático de miles de niños, del que no se ha informado”.
Obviamente, el asalto de Hill a la Iglesia es una consecuencia natural de […] la crisis de los abusos sexuales clericales […] y del informe del Grand Jury de Pensilvania el año pasado, así como el escándalo en torno al ex cardenal y ex sacerdote Theodore McCarrick. Sin embargo, el hecho de que la Iglesia haya vivido todo esto no significa que cualquier medida punitiva que a uno se le ocurra sea una buena idea, y hay numerosas razones para concluir que la propuesta de Hill es una idea espectacularmente mala.
La lista comienza con la obvia y enorme violación de la libertad religiosa que representa esa ley. El sacramento de la confesión es un elemento central de la fe católica, y ningún Estado debería nunca poder dictar doctrina a una comunidad religiosa. Se podría también mencionar que centrarse en la Iglesia católica es ignorar el contexto más amplio del abuso sexual de niños.
Recientemente, la Schools Insurance Authority de California encargó una auditoría sobre el impacto potencial de otra ley también en tramitación, que haría mucho más fácil demandar a las escuelas públicas por abuso infantil. La auditoría tomó como referencia una estimación del Departamento de Justicia de los Estados Unidos de 2017, según la cual el 10-12 % de los niños de las escuelas públicas sufren acoso sexual por parte de un empleado en algún momento entre el jardín de infancia y el 12 grado, y calculó que, a los efectos de la ley, las pérdidas que esas reclamaciones supondrían para el sistema californiano podrían ascender de 813 millones de dólares en los últimos 12 años hasta 3,7 miles de millones de dólares. Aparte de la asombrosa cantidad de dólares, detengámonos un momento y pensemos que el 10-12 % de todos los estudiantes de las escuelas públicas sufre acoso o abuso sexual. El año pasado hubo 55,6 millones de jóvenes en las escuelas públicas elementales y secundarias de América, lo que significa que entre 5,6 y 6,7 millones de niños serán víctimas de abusos en algún momento. Comparemos este dato con el hecho de que hoy, tras las mediadas anti-abuso adoptadas por la Iglesia americana en las últimas décadas, y según el respetado Centro de Investigación Aplicada en el Apostolado de la Universidad de Georgetown, la media nacional de acusaciones de abuso sexual infantil por sacerdotes católicos tramitadas cada año es de alrededor de siete. Un caso ya es demasiado, la yuxtaposición entre las dos cifras es llamativa en todo caso.
La cuestión inevitable es si abrir una batalla pelea sobre la confesión es, de verdad, el mejor uso de los recursos públicos a fin de mantener seguros a los niños.
Quizá el aspecto más determinante, no obstante, sea el que sugiere el comentario de Messori: el sacramento de la confesión no es una triquiñuela para esconder el abuso, sino un instrumento único que la Iglesia tiene para prevenirlo y detenerlo.
Lo cierto es que la mayoría de los “depredadores” no se acumulan en los confesionarios para hablar sobre ello. Son maestros de la compartimentalización, y con frecuencia ni siquiera piensan estar haciendo algo malo. Eliminar el secreto, incluso en el caso de que los sacerdotes cumplieran la ley -y sospecho que la mayoría preferiría ir a la cárcel-, difícilmente generaría una avalancha de nuevas informaciones. Sin embargo, en el raro supuesto de que un depredador se presentase a confesarse, se trataría de una preciosa oportunidad de hacer ver a esa persona que es necesario que se detenga; y, posiblemente, de rechazar la absolución si el depredador no puede o no quiere hacerlo. Es una oportunidad que tiene el sacerdote de asomarse al interior de la conciencia de esa persona, intentado avivar las llamas de cualquier rescoldo de arrepentimiento y culpa que ardan en su interior.
Prescindir del secreto de la confesión, por tanto, no promovería la seguridad, sino que la dañaría. Es difícil ver cómo un ardid publicitario como SB 2360, por mucho que la Iglesia no pueda reprocharse sino así misma, pudiera justificar tal resultado, suponiendo que su objetivo no sea solamente conseguir titulares y votos, sino luchar contra los abusos.